IV Domingo de Adviento, Ciclo C.

San Lucas 1,39-45: De visita a la tierra

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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 “En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel”. San Lucas, Cáp. 1.

Afirma un proverbio italiano que las visitas, al igual que el pescado, después de tres días apestan. Pero no todas merecen tal reproche. Existen otras, deseadas y añoradas, porque brotan de la necesidad de comunión que todos los mortales padecemos.

Cuando Dios se hizo hombre realizó una extraordinaria visita a nuestra tierra. “Bendito sea el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo”, expresó Zacarías en el nacimiento del Bautista. Y en otras páginas de la Biblia, las intervenciones de Dios hacia nosotros también se denominan visitas. Así cuando el Señor se mostró a Abraham, junto a la encina de Mambré.

También cuenta san Lucas cómo Nuestra Señora fue en busca de su prima, próxima a dar a luz a pesar de sus años. Entonces Isabel la saludó con un bello cumplido: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre”. María le responde con una colección de alabanzas a Yahvé, que el evangelista resume en el Magníficat.

Ainkarim, una aldea “en las montañas de Judá” según apunta el Evangelio, distaba de Nazaret casi ciento cincuenta kilómetros. La Señora, no sabemos si en compañía de José o de algún otro pariente, haría ese trayecto en cuatro días, con escala devota en Jerusalén, para visitar el templo. En casa de Zacarías se quedó tres meses, ocupada en las faenas de casa. La imaginamos sentada en suelo, como se usa en oriente, mientras en un rudimentario molino, muele la harina para el pan cotidiano. Iría también con un cántaro al hombro, a la única fuente de la aldea, que allí sigue brotando. San Lucas recoge las palabras de Isabel a María: “En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura, (el niño Juan) saltó de alegría en mi seno”.

Sin embargo todas estas visitas de Dios podríamos llamarlas virtuales, frente a la realizada por Dios cuando se hizo hombre, ya en tiempo real: “Al cumplirse la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer”, leemos en la carta a los Gálatas.

Durante aquella visita a Ainkarim, Jesús desde el seno materno habría dicho a su futuro precursor: Abrid las puertas al Redentor. Un eslogan que Juan Pablo II ha hecho famoso y es palabra que hoy nos golpea a las puertas del alma. Cabría entonces descubrir qué circunstancias nos impiden recibir, con gusto y atención, la visita de Dios hecho hombre.

Cuando alguien a quien amamos llega a casa, se estrechan los lazos de amistad y el corazón descansa en su presencia. Hay tiempo para largas conversaciones y empezamos a transfigurar nuestro entorno. Nos sentimos seguros, porque han huido todas las soledades.

Los autores del salterio, hombres de fe como quizás nosotros, consignaron con su lenguaje poético tales sentimientos: “Mi bien es estar junto a Dios, en él he puesto mi refugio”, dice el salmo 73. “Oh Dios, brille tu rostro entre nosotros y seremos salvos”, completa el 79. “El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra”, añade el salmo 121.

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