Con los ojos de un niño

Fiesta de la Santísima Trinidad, Ciclo C

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

Sitio Web

 

 

“Dijo Jesús a sus discípulos: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis entenderlas por ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, os guiará a la verdad plena”. San Juan, cap. 16.


Los devocionarios tradicionales nos ofrecían fórmulas de oración, denominadas: Actos de fe, esperanza y caridad. Acto de contrición, de humildad etc.

Para la fiesta de la Santísima Trinidad nos vendría bien algún párrafo, que expresara nuestro asombro ante el misterio de Dios. Para esto san Juan de la Cruz, experto en soledades, podría hacernos un borrador: “Yo no supe dónde estaba, pero cuando allí me vi, sin saber do me encontraba, grandes cosas entendí. No diré lo que sentí, que me quedé no sabiendo, toda ciencia trascendiendo”.

La actual teología de la Iglesia se fue hilvanando con los textos que los diversos concilios presentaban al pueblo de Dios. Declaraciones que se llamaron Símbolos o Credos. También cada obispo explicaba la fe a sus comunidades. San Atanasio, obispo de Alejandría allá en el siglo IV, escribía a su amigo Serapión: “Existe una Trinidad Santa y perfecta de la cual se afirma que es Dios, en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Así en la Iglesia se predica un solo Dios que lo trasciende todo, lo penetra todo y lo invade todo”.

Por esas fechas brotó la expresión Trinidad, desde aquellas palabras del Señor, al enviar a sus discípulos por toda el mundo: “Bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.

El mismo Jesús les había dicho anteriormente: “Muchas cosas me quedan por decirlos, pero no podéis entenderlas por ahora. Cuando venga el Espíritu de la Verdad, os guiará a la verdad plena”. Verdad que vamos desentrañando poco a poco por medio de la razón, pero además de modo preeminente por la fuerza del amor.

Por todo ello, al colocarnos delante de Dios, que es Uno en tres Personas, no vale tanto el análisis cuanto el asombro.

La liturgia nos ofrece el salmo 8, como una invitación a admirarnos frente a las maravillas del mundo físico: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra”.

Pero el misterio de Dios y los otros portentos, los del mundo invisible e inasible, son todavía más extraordinarios.

La escena nos la trae Saint-Exupéry en su fascinante libro El Principito: Un piloto se ha visto obligado a aterrizar de emergencia sobre la inmensidad del Sahara. Durante varias horas trata de reparar la nave, pero todos sus esfuerzos son inútiles. Estando al borde de la desesperación, mira aparecer un niño ricamente vestido que le ruega: “Por favor, dibújame un cordero”.

Continuamos haciendo quizás demasiadas investigaciones teológicas. Tratamos de sustentar con nuestro frágil vocabulario, complicadas indagaciones sobre la Santa Trinidad. En cambio lo esencial sería acercarnos a Dios con los ojos de un niño. Ya lo dijo Jesús con insistencia: “Si no os hacéis semejantes a los niños no entraréis en el Reino de los cielos”.

Que nos envuelva entonces el corazón aquel saludo, que san Pablo acostumbraba escribir en sus cartas: “La gracia de Nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunicación del Espíritu Santo, estén siempre con vosotros”.