Nuestro signo oficial

Solemnidad del Corpus Christi, Ciclo C

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Dijeron a Jesús sus discípulos: Despide a la gente para que vaya a buscar alojamiento y comida en las aldeas. Respondió el Señor: Dadles vosotros de comer”. San Lucas, cap. 9.

Teólogos y catequistas nos han enseñado que la Eucaristía es el Sacramento del Altar, el Sacrificio de la Nueva Alianza. En otras palabras, que es una forma singular por la cual el Señor llega hasta nosotros. Y un medio calificado para unirnos con Él.

Hoy se insiste además en la dimensión social de la Eucaristía, resaltando los gestos que el Señor realizó al despedirse de los suyos.

Antes de ciertos eventos, se acostumbra presentar a los invitados un audiovisual, que los motive hacia el tema que ha de tratarse. Esto hizo Jesús cuando lavó los pies a sus discípulos, antes de la cena pascual. Era una lección práctica y sugestiva, según nos la describe san Juan en su Evangelio.

Solamente los criados paganos debían lavar los pies a sus amos. Los judíos de raza y de credo estaban dispensados de hacerlo. Comprendemos entonces el rechazo de Pedro: “Tú no me lavarás los pies jamás”, dice en forma rotunda. Pero ante la insistencia del Maestro, se deja convencer.

Al final Jesús pregunta a los Doce: “¿Comprendéis lo que he hecho?. Así también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”.

Enseguida el Señor comparte con ellos el pan y el vino, diciéndoles: “Tomad y comed, esto es mi Cuerpo. Tomad y bebed, esta es mi Sangre”. Un gesto que inauguraba el signo oficial de la Iglesia, el cual traduce: Amor generoso y constructivo.

La multiplicación de los panes y los pescados que los evangelistas cuentan, sirvió de antemano para mentalizar a los discípulos sobre el Pan de Vida que el Señor les daría.

Los apóstoles le insinúan al Señor que despida aquella multitud que los sigue. Estaban cansados y hambrientos. Pero Él les devuelve el problema, diciéndoles: “Dadles vosotros de comer”. Entonces Jesús bendice el alimento y los discípulos lo reparten, dando de comer con cinco panes y dos pescados, a más de cinco mil hombres.

Los primeros cristianos asimilaron bien estas enseñanzas. Según nos dice el libro de Los Hechos, “tenían un solo corazón y una sola alma. No había entre ellos ningún necesitado”.

El Sacramento del Altar nos ha de abrir entonces el corazón. La democracia que se admira cada domingo en nuestros templos, donde todos somos hermanos, no puede ser meramente de un tiempo y un espacio. Ha de ser el clima normal de quienes creemos en Cristo.

Se cuenta de un señor medieval, que gustaba de participar en la liturgia del vecino monasterio.

Pero un día le sucedió algo extraño. De regreso a su castillo, una nube le cubrió los ojos. Sólo alcanzaba a divisar sus extensos trigales, sus pródigos viñedos, sus colmados graneros. Pero no veía personas. No distinguía a sus parientes y amigos. Ni a sus criados. Asustado, consultó con el abad Hilario. El cual, luego de hacer oración, le dijo: Hermano, eso te ocurre porque no has entendido que participar en la Misa es un compromiso fraterno. Comienza a compartir y vas a descubrir a tantos pobres que te rodean. Comprenderás los dones que el Señor te ha dado y además tu inmensa capacidad de lavar los pies y alimentar a los prójimos.