VI Domingo del Tiempo Ordinario Ciclo C.

San Lucas 6, 17.20-26: ¿Dónde estará ese monte?

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto) (Q.E.P.D)

 

“Bajó Jesús del monte, se detuvo en un llano frente a muchos discípulos, y les decía: Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios”... San Lucas, cap.6.

Píndaro, un poeta del clasicismo griego, llamó “macarios” que significa bienaventurado, al hombre a quien los dioses le han participado su dicha. Más tarde, el término significó la despreocupación de los ricos frente a las angustias cotidianas.

Luego aparecen ciertas formas literarias, con las cuales se alaba a quienes triunfan en algún proyecto. Son los llamados macarismos, muy frecuentes en los Libros Sapienciales.

También Jesús nos habla de felicidad. Su enseñanza la resumen los evangelistas en el Sermón de la Montaña, pronunciado por el Maestro en la falda de un monte. San Mateo presenta ocho caminos para alcanzar la dicha. San Lucas trae sólo cuatro, pero añade otras tantas maldiciones: “Ay de vosotros”...Son cuestiones de estilo.

¿Quiénes escuchaban a Jesús aquel día? Gente igual a nosotros, que sufría un ansia irresistible de felicidad. Allí se agolpaban pastores y labriegos, pescadores del lago, arrieros, negociantes de asnos y camellos. Pudo haber entre ellos algún letrado, que no escondería su desprecio por ese “pueblo de la tierra”, preocupado tan sólo de trabajar para comer.

Al común de los cristianos nos desconcierta el Sermón de la Montaña. Lo comparamos con las tarjetas de Navidad, en las cuales los amigos nos desean una felicidad ilusoria. Por esto las Bienaventuranzas han transcurrido sin pena ni gloria en nuestra vida.

Un escritor afirma que, aunque despojáramos esta palabra de Jesús de su contenido religioso, continuaría siendo un camino de iluminación y de equilibrio.

Comúnmente creemos que los problemas, las enfermedades, los dolores impiden la felicidad. Por ellos precisamente, dice Cristo, podemos ser felices. Porque “la felicidad no es un lugar a donde se llega, es una manera de caminar”. Su palabra se dirige a los más atormentados de entonces: Los pobres, los hambrientos, los que lloran y quienes padecen persecuciones.

Allí el Maestro habla no de una pobreza solamente económica, sino de un desapego que nos permite atar el corazón a Dios. Hambre aquí significa un deseo tenaz de llevar a la práctica los planes del Señor. Llorar no es solamente un hecho físico. Es mantener el alma en vilo, mientras el reino de Dios no brille sobre la tierra. Y las persecuciones, que a veces son visibles y muchas veces ignoradas, son tantas peripecias que maltratan nuestro quehacer cristiano.

En tiempos de Cristo la felicidad venía siempre de afuera. Un judío corriente la alcanzaba por sus muchos hijos, numerosos ganados, salud cumplida y prolongados años. El Señor explica que la dicha verdadera brota del propio corazón, inundado por el Evangelio.

Nos preguntamos si hoy, sobre la geografía del mundo, existe el monte de las bienaventuranzas. Existe. Y cuantos tratan de imitar a Jesús lo han escalado con éxito. Sin embargo, pocas veces revelan su secreto, pues los más altos sentimientos del alma se esconden con pudor. Y es conveniente que la felicidad cristiana vaya de incógnita para evitar profanaciones. Aunque podremos reconocerla bajo diversos nombres: Paz interior, serenidad, equilibrio, paciencia a toda prueba. Y también en la alegría imperturbable de quienes ya la disfrutan.