II Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
San Lucas 9, 28b-36: La foto de mi cédula

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto) (Q.E.P.D)

 

“Jesús se llevó a Pedro, a Juan y a Santiago a una montaña. Y mientras oraba, su rostro se cambió y sus vestidos brillaban de blancos”. San Lucas, cap.9.

Quien nos hizo la fotografía para la cédula no fue propiamente un artista. De otro lado, este día estábamos ansiosos. Y entonces un rostro deslucido e impaciente quedó plasmado sobre nuestro documento de identidad.

Pero si algún pintor retomara esa imagen, podría poco a poco transformarla en una obra maestra. Rebajaría esa sombra de la frente. Le daría mayor bondad a la mirada. Enmendaría esa dura expresión de los labios, reflejando sobre el lienzo una personalidad integrada y amable. En resumen: Un buen artista podría transfigurarnos.

Leemos en san Lucas que Jesús invitó a sus más cercanos discípulos, Pedro, Juan y Santiago, y subió con ellos a un monte. Mientras oraba, se transfiguró ante sus ojos. San Lucas dice que el rostro del Señor se cambió y sus vestidos brillaban de blancos. Que Moisés y Elías conversaban con El de su futura muerte en Jerusalén.

Ese Jesús corriente, el hijo del carpintero de Nazaret, se muestra en la montaña en otra dimensión, más allá del tiempo y del espacio. Y aquellos discípulos se esfuerzan por expresar en figuras cuanto vieron allí: Que el rostro de Jesús se cambió. Que sus vestidos estaban resplandecientes. De ordinario, los judíos se cubrían con una túnica azul y llevaban a hombros un manto rojo, para protegerse del sol y cobijarse en la noche.

Dice también el Evangelio que Pedro y sus compañeros vieron la gloria de Jesús y oyeron una voz de lo alto: “Este es mi Hijo, escuchadle”. Ante unos amigos que no alcanzaban a entender quien era El, Cristo se muestra como alguien tan importante y aún más que Moisés y Elías, dos personajes claves en la historia judía. La voz que llega de lo alto explica que este profeta galileo tiene la garantía de Dios. Por esto se le llama Hijo y se invita a todos a escucharle.

La transfiguración de Cristo fue en verdad un signo extraordinario. Pero uno se pregunta si no lo es igualmente la presencia de Dios, bajo las apariencias del hijo de María y de José. Todo depende del cristal con que miremos. También las cosas ordinarias son manifestación del Señor. Porque la historia es un conjunto de elementos que van hacia la meta, guiados por las manos invisibles - o visibles - del Creador.

De otra parte, cuando Cristo se transfigura, señala a sus discípulos esa otra dimensión hacia la cual nos empuja su palabra. Habría que traducir aquellos signos de luz y de blancura a otros distintos. De pronto la transparencia, el equilibrio, que explicarían nuestra vecindad con el Señor.

La fe en Jesucristo nos motiva a transfigurarnos. Con paciencia de artista, habría que borrar esas sombras que nos agobian la mente y la memoria. Suavizar la mirada, llenándola de paciencia y de afecto. Enderezar los labios, para que no pronuncien sino palabras de bien y de perdón. En fin, estrenar en el hogar y en todas partes, una personalidad integrada y amable.