IV Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
San Lucas 15, 1-3. 11-32: El inmenso poder de la ternura

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto) (Q.E.P.D)

 

"Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: Dame la parte que me toca en herencia. Y luego se marchó a tierras lejanas, donde derrochó su dinero”. San Lucas, cap.13.

Rafael Pombo convirtió en fábula una historia que todos podemos llamar propia: La aventura de Michín. Un gato adolescente, que resuelve volverse Patetas, el mismo Patas de que hablaban los abuelos. Para lograrlo, le roba daga y pistolas a su padre. Y alardea: “El que conmigo se meta en el acto morirá”. Mientras le promete a su afligida madre: “Nunca más verás a Michín desde hoy”.

La fábula termina la parábola con el regreso del maltrecho minino, que implora arrepentido: “Oh, mamita, dame palo, pero dame qué comer”.

De niños nos impresionó esta fábula, pero mucho más la parábola del Hijo pródigo, contada por un anciano cura, de rostro amable y ojos bondadosos: Un hombre tenía dos hijos. El menor pidió la parte de su herencia y se marchó a lejanas tierras. Allí derrochó su fortuna y tuvo que alquilarse a un pagano, que lo mandó a cuidar los cerdos de su granja. Humillado y hambriento, decidió volver a casa, para rogarle al padre que lo aceptara como jornalero.

Cuando Michín regresa, su arrepentimiento cae en el vacío. Nadie responde. Ningún gesto de sus padres lo acoge. En cambio, en la parábola de san Lucas, aquel muchacho que retorna deshonrado y anémico, recibe al abrazo amoroso de su padre. Había preparado un pequeño discurso, con un solo objetivo: Calmar sus hambres. “Padre: He pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Trátame como uno de tus jornaleros”.

La respuesta del padre no es directa, pero todo lo dice con los signos. Cuando el joven se acerca, su padre lo ve desde lejos y, echando a correr, lo abraza y lo cubre de besos.

El pródigo no alcanza a pronunciar la mitad de su discurso. Y el padre comienza a dar órdenes de fiesta. “Sacad enseguida el mejor traje. Ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies”.

En Oriente, cuando el rey deseaba honrar a un príncipe, le obsequiaba un hermoso vestido, elevándolo a huésped de honor. Y al entregarle un anillo con el sello real, lo investía de plenos poderes. Las sandalias eran distintivo de hombres libres, pues los esclavos siempre andaban descalzos.

Y aquel padre sigue adelante: Traed el ternero cebado y matadle y celebremos un banquete. Que venga la orquesta y se comience el baile. Admiramos aquí el inmenso poder de la ternura: Destruye lo pasado. Regenera. Eleva a quien desea ser un obrero más, a la categoría de hijo predilecto.

Si nosotros hubiéramos inventado esta parábola, para contar como perdona Dios, seguramente hubiéramos sido más cautos. Pero el perdón de un Dios que es Amor, no tiene límites.

Con razón el hermano mayor, que regresa del campo, se extraña ante el derroche y no quiere sumarse a la fiesta. Este juzgaba a la medida de su pequeño corazón. Así como nosotros.

Pero lo más conmovedor de la parábola: Ese hijo pródigo soy yo. Y hoy me siento abrazado por el Señor. Por su ternura todopoderosa.