Jueves Santo de la Cena del Señor, Ciclo C
San Juan 13,1-15: Los artificios del amorAutor: Padre Gustavo Vélez Vásquez m.x.y.(Calixto) (Q.E.P.D)
“Sabiendo Jesús que había llegado su
hora, de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que
estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. San Juan, cap. 13.
Entre los enemigos más
fuertes del amor se destacan - siempre lo hemos comprobado - el tiempo y la
distancia. Contra ellos luchan a brazo partido los amantes, no importa que con
frecuencia salgan derrotados.
El Señor Jesús, quien nos
amó hasta el extremo, como anota san Juan en su evangelio, sabía y sentía esa
amenaza. Debía volver al Padre, pero a la vez quería quedarse con nosotros para
siempre.
Es esta la razón de
la Eucaristía. Los evangelistas nos cuentan con detalles que, durante la cena de
despedida, el Maestro altera un poco el rito de la celebración. Tomando un
pan, lo parte y lo entrega a sus discípulos: “Esto es mi Cuerpo”, les dice.
Hace lo mismo con una copa de vino, de las varias que se compartían esa noche y
les dice: “Bebed todos de ella. Esta es mi sangre que es
derramada por muchos”.
Añade enseguida una frase
clave que, sin embargo, sólo es registrada por san Lucas:
“Haced esto en memoria
mía”.
Quizás en ese momento los
discípulos no advirtieron la importancia del hecho. Otros sentimientos
embargaban su corazón, ante la próxima partida del Maestro. Pero cuando las
primeras comunidades comenzaron a reunirse para expresar su fe en el
Resucitado, repetían el gesto del Señor, como el mejor modo de hacerlo
presente. Así unían sus vidas con Cristo. Se sentían sus discípulos, pero a la
vez anunciadores de su persona y su mensaje.
La teología que se iba
estructurando en los siglos siguientes, empezó a preguntarse de qué manera ese
pan compartido era el Cuerpo del Señor. De qué modo ese poco de vino era su
Sangre. Sin embargo otros teólogos se han dicho a sí mismos: ¿Por qué
nuestro humano discurso pretende explicar, hasta en sus mínimos detalles
las cosas que Dios hace a favor nuestro?.
Reconocemos entonces que
Dios fabrica la Eucaristía mediante los artificios de su amor. Conociendo
nuestra naturaleza, aquella noche víspera de su pasión, el Señor ata a un
signo sensible – un poco de pan y un sorbo de vino – toda la fuerza de su
presencia. Todo su proceso de salvación.
Tenemos entonces de un lado
los documentos de la Iglesia que iluminan el Sacramento del Altar. De otro lado,
la fe del pueblo que simplemente cree sin torturarse la mente. Y cuantos
hoy nos reunimos para recordar la institución de la Eucaristía, sentimos en el
alma que Dios nos ama. “Hasta el extremo”, como escribe san Juan. Mediante
curiosos ardides el Maestro logró vencer el tiempo y la distancia.
Creyentes de todas las
categorías, de todos los pueblos de la tierra, presididos por nuestros pastores,
reconocemos que aquí brilla la presencia amable y salvadora del Señor. Arde aquí
nuestra fe y nuestro reconocimiento hacia Jesús de Nazaret.
No importa el lujo o la
pobreza de los templos cristianos. No importan tampoco los dolores ordinarios de
esta vida mortal. No valen mucho nuestros propios pecados y temores ante el
amor invisible de Dios, que quiso hacerse visible de tan simple modo.
Aquí está real y verdadera
la presencia del Señor que nos acompaña, nos apoya y transforma en esta
caminada hacia la vida perdurable.