IV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
San Lucas 4, 21-30:
El afán de la Madreperla

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto) (Q.E.P.D)

 

“Al escuchar a Jesús en la sinagoga de Nazaret, todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras que salían de sus labios. Y decían: ¿No es éste el hijo de José?”. San Lucas, Cáp. 4. Una segunda visita de Jesús a Nazaret, “donde se había criado” como apunta san Lucas, terminó en un conflicto. Es cierto que muchos admiraban la sabiduría del Señor, pero también algunos se extrañaban ante “el hijo de José”. Aún más, otros se pusieron furiosos aquel día y quisieron despeñarlo por un barranco, en las afueras del pueblo. El evangelista señala simplemente que el Maestro se abrió pasó entre ellos. Pero el hecho disparó la imaginación de los evangelios apócrifos. Uno de ellos afirma que Jesús dio un enorme salto sobre el despeñadero, hacia el cerro vecino. Otro asegura que el Señor se dejó empujar por la pendiente, pero una roca enorme lo abrazó, brindándole abrigo.

A causa de sus signos ya era conocido el Maestro en toda la región. Por lo cual sus paisanos querían presenciar un milagro. Pero él les dijo: “Ningún profeta es bien mirado en su tierra”, advirtiéndoles además que muchos gentiles han estado más cerca de Dios que los mismos judíos. Como aquella viuda de Sarepta, una aldea próxima a Sidón, a la cual socorrió el profeta Elías. De igual modo Naamán, un general sirio a quien Eliseo curó de su lepra en las aguas del Jordán. Con toda razón se molestaron los habitantes de Nazaret.

En repetidas veces el Señor descalificó, con actitudes y palabras, a quienes presumían de ser hijos de Abraham. No desdeñó la compañía de pecadoras y publicanos. Alabó al centurión romano que le rogaba por su criado paralítico y a la mujer cananea que le pedía salud para su hija endemoniada. Igualmente rechazó la observancia postiza de muchos fariseos. Porque lo esencial de la fe, entonces y ahora, no es el linaje, las tradiciones, las prácticas piadosas, sino un corazón sincero y preocupado de hacer el bien a los demás.

Este reproche del Maestro también nos golpea a nosotros. Nos motiva a preguntarnos si es suficiente ser bautizados, pertenecer a una familia católica, oír de cuando en vez una Misa y realizar de pronto alguna obra de caridad. Porque el verdadero cristianismo exige elaborar una fe profunda y personal, lo cual se alcanza por el encuentro de cada quien, desde sus propias circunstancias, con la persona de Jesús. Y luego obrar en consecuencia.

La fe en Jesucristo llegó un día a nuestro interior, pequeña como un grano de mostaza. Algunos la tuvieron por un cuerpo extraño que les importunaba. Otros la acogieron con ilusión y alegría. Supieron que eran depositarios de un secreto, desde el cual podían proyectar actitudes de transparencia y de servicio. Todo ello se les convirtió poco a poco, día a día, en un tesoro. Oculto, es verdad, pero no menos gratificante.

Los biólogos enseñan que cada perla empieza a formarse cuando un pequeño grano de arena penetra entre las valvas del molusco. Entonces la madreperla comienza a revestirlo de nácar una y otra vez, dándole brillo y hermosura. Tal fue la historia de una ignorada madreperla, en la sima del mar, que culminó su afán embelleciendo la corona del príncipe.