III Domingo de Pascua, Ciclo C.
San Juan 21, 1-19:
La cita junto al lago

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto) (Q.E.P.D)

 

“Estaba amaneciendo, cuando Jesús se presentó a la orilla del lago, pero los discípulos no sabían que era él. Jesús les dijo: Muchachos, ¿tenéis pescado?”. San Juan, cap. 21.

Después de un descalabro todos sentimos ansias de revisar lo sucedido. Nos alienta una débil esperanza de que la historia logre enmendar su rumbo y entonces no habríamos fracasado, y de nada seríamos culpables.

Esto sintieron los apóstoles, luego de la muerte de Jesús. Mientras escondían su miedo en el cenáculo, el Maestro se les presenta. Les asegura que está vivo y es el mismo. Pero enseguida desaparece ante sus ojos. ¿Entonces cómo sigue la vida? Una angustiosa pregunta para estos amigos del Señor.

Pocos días después, por iniciativa de Pedro, los discípulos regresan al mar de Tiberíades. Toda la noche se la pasan pescando sin resultado alguno. Cuando ya apunta el día, distinguen en la playa a un forastero que les grita: Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos en tono displicente, le responden: No. Pero el desconocido añade: Echad la red a la derecha de la barca.

Lo habían hecho repetidas veces. Y también a la izquierda, arriba, abajo del lago, al norte y al oriente. Sin embargo, recuerdan que el Señor otra vez les ha dicho lo mismo. Entonces comienzan a sentir que la red se va haciendo pesada. Y al izarla, llenan la barca con ciento cincuenta y tres peces grandes.

De inmediato, algo les tocó el corazón. Es el Señor, exclamó Juan. Y Pedro, sin pensarlo más, se lanzó al agua, desnudo como estaba. Que así acostumbraban pasar los pescadores.

Cuando tocan la orilla con la barca repleta, encuentran que Jesús ha encendido una hoguera. Los aguarda con un pez asado y un poco de pan, dorado al fuego.

Ciertos biblistas se entretienen presentando el sentido simbólico de aquellos ciento cincuenta y tres pescados.

Nosotros descubrimos en este pasaje una confirmación más amplia de la resurrección de Cristo, para aquellos vacilantes discípulos.

Además, la historia visible de Jesús no había de terminar en Jerusalén. Convenía regresar a Galilea, la provincia fértil y hermosa, donde el Jordán remansa su caudal para formar el Tiberíades, despensa y centro económico de toda la comarca.

Jesús vuelve al lago, donde había llamado a varios de sus discípulos. Donde tantas veces había convocado a sus seguidores.

En el cenáculo la aparición de Cristo fue más celestial. Más teatral diríamos, sin querer devaluarla. Allí en la playa aparece un Jesús más humano, metido en los quehaceres ordinarios. Preocupado de unos amigos que no tienen con qué desayunarse, después de una noche de fatiga. Tal vez ya no mostraba las cicatrices de los clavos, pero sí un semblante fraterno. Lleno de entusiasmo.

Es el Jesús que, quienes no estuvimos en el cenáculo, nos hemos encontrado a la vuelta de la esquina. Un Dios cotidiano, sin solemnidades, que nos espera más allá de las imágenes y aún más allá de los sacramentos. El que nos acompaña en esas horas grises que a muchos nos abruman. En los quehaceres del hogar, del taller y la oficina. El que recibe las palabras y los sentimientos de nuestras gastadas oraciones. Un Jesús que vive y que en cada circunstancia, nos ofrece lo que necesitamos.