Domingo XXIV del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Ese dichoso encuentro 

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Dijo Jesús: Un hombre tenía dos hijos y el menor de ellos le dijo: Dame la parte de mi herencia. El padre les repartió sus bienes y el hijo se marchó a un país lejano”. San Lucas, cap. 15.


Predicadores y moralistas. Los hay de todos los géneros y especies. Muchos de ellos han identificado las culpas de aquel joven, que dejando su hogar, se marchó a un país lejano como cuenta san Lucas.

Ese país a donde todos alguna vez hemos viajado, dejando atrás el cariño de Dios.

Lo más grave, dirán algunos, es haber pedido la parte de su herencia. En la mentalidad judía esto significaba desearle la muerte a su padre. Por lo tanto, aquel hijo quebrantó gravemente el cuarto mandamiento.

Otros señalarán que gastar la fortuna recibida fue su mayor pecado. En consecuencia, faltó gravemente a la justicia.

Otros se habrán fijado en el adverbio que trae el evangelista: “Perdidamente” vivió el muchacho hasta agotar sus bienes. Aquí asoman todos los pecados de la carne con su gravedad, variedad, matices y frecuencia.

No faltan quienes descubran una falta de amor a sí mismo, que llevó a ese hijo pródigo a “pasar necesidad”.

Algunos más lo acusarán de haber negociado impúdicamente su dignidad, poniéndose a cuidar cerdos. Nada tan degradante para un judío como alquilarse a un gentil, el dueño de la piara.

En fin, de frente a este capítulo XV de san Lucas, estos predicadores nos ordenarán arrepentirnos, para no caer de inmediato al infierno.

Pero además conviene preguntarnos: ¿Por qué quiso volver aquel muchacho? Cabría entonces descubrirle otros pecados.

¿Se acordó de su padre, un hombre generoso que lloró muchas veces por su ausencia?. No lo señala el texto. ¿Repasó cuanto explicaban los textos sapienciales sobre piedad filial? Tampoco.

¿Advirtió que su comportamiento violaba la Ley de Moisés y la enseñanza de los profetas?. No consta en el relato.

¿Se sintió pobre y manchado, inconforme hasta no más con su tragedia? Pudo ser.

Un escritor llama con mucha propiedad “arrepentimiento de gato”, la contrición de este joven: Tenía hambre y en su casa habría comida. “Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos y nadie se las daba”. Entonces se dijo: “Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre”.

Sin embargo, ese inquietante sermón de algunos moralistas se habría quedado a mitad del camino, si ignoraron al padre misericordioso.

Entonces aparece con toda su belleza, como en el lienzo de Murillo, la imagen de un padre tierno: “Cuando el hijo todavía estaba lejos, su padre lo vio, se conmovió y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”.

Era un padre que había logrado para los suyos bienestar suficiente. Lo dicen los obsequios y el banquete que ofrece al que retorna. Un padre respetuoso hasta no más frente a la libertad de sus hijos. Comprensivo, a quien no asusta la fragilidad de los que ama. No pide cuentas al que dilapidó la herencia.

¿Y cuál sería el secreto para un encuentro tan dichoso? Que nos pongamos en camino.

Cuatro años largos duró el proceso de conversión de Paul Claudel. Pero al final, él mismo lo confiesa: “Tuve que deponer todas mis armas”.