Domingo XXVI del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Parábola de los dos abismos

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

Sitio Web

 

 

“Dijo Jesús: Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro, estaba echado en su portal cubierto de llagas”. San Lucas, cap. 16.


En el mundo de hoy, Yves Saint-Laurent, Christian Dior y otros más, ponen la marca a los más exclusivos trajes. En tiempos de Jesús se hablaba de vestidos de púrpura importados de Tiro, y otros, confeccionados en lino con la tecnología egipcia de entonces.

Añádase a esto que aquel hombre de la parábola, como apunta san Lucas, “banqueteaba espléndidamente cada día”. No extraña entonces que, por lo menos en el texto evangélico, haya muerto pronto. “De buenas cenas están las sepulturas llenas”, dice un proverbio español.

Tenemos delante a uno de protagonistas de la parábola. El otro, como acostumbra Jesús en sus relatos, es alguien diametralmente opuesto: Se llamaba Lázaro, un pobre total, que estaba echado a la puerta del potentado y muerto de hambre. El evangelista pondera aún más su desgracia: “Con ganas de saciarse con las sobras de la mesa del rico, pero nadie se las daba. Hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas”. Parece que esta frase de san Lucas, revela una cruel ironía. Como si estos callejeros fueran más compasivos que aquel opulento.

El Maestro no sataniza aquí las comodidades del rico. Pero señala el abismo que él había cavado para alejarse del mendigo, aunque geográficamente se hallaran cerca.

Todo lo cual dio como resultado el otro abismo, que los distanció de forma trágica más allá de la muerte. “Murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham”, nos dice el Evangelio. Para los judíos, esta expresión esbozaba de forma borrosa la vida futura. Apenas poco a poco, el pueblo escogido se fue acercando a una certeza sobre la resurrección, iluminada más tarde por Jesús.

“Murió el rico, prosigue san Lucas, y fue sepultado en infierno”. Aquí se verifica la otra distancia que separa los dos personajes. Pero el rico no depone su complejo de superioridad: Ordena a Abraham que envíe a Lázaro de inmediato. Que venga a refrescarle la lengua, siquiera sea con una gota de agua, porque le torturan las llamas.

Sin embargo su petición es negada. Abraham explica que hay una sima infranqueable entre el paraíso y el infierno. El rico insiste entonces a favor de sus parientes, que todavía están en la tierra: “Que mandes a Lázaro a casa de mi padre, para que no vengan a este lugar de tormento”.

El patriarca se niega, señalando que allá tienen frecuentes avisos de “Moisés y los profetas”. Es decir, de muchos que diariamente les enseñan - al igual que a nosotros - los caminos del bien y del mal. A ellos es necesario escucharlos.

Los rasgos de este cuadro están tomados del Antiguo Testamento. Pero si lo retocamos a nuestro estilo, mediante un pintor contemporáneo, sigue siendo actual y su enseñanza inmensamente alarmante.

John Milton, un poeta del siglo XVII escribió el “Paraíso Perdido”. Un poema de hondo sentido bíblico, que hace parte de los clásicos de la lengua inglesa. Pero Facundo Cabral le corrige al autor ese título: “No es que hayamos perdido el Paraíso. Hay algo más grave todavía: Es que lo hemos olvidado”.