Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Nobleza obliga

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Mientras los leprosos iban de camino, quedaron limpios. Y uno de ellos, se volvió alabando a Dios, y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias”. San Lucas, cap. 17.


“Haz el bien y no mires a quién”, enseña la sabiduría popular. Y el mismo Señor nos dijo: “Haced el bien sin esperar nada a cambio”. Quería sanarnos de tantos dolores que la ingratitud nos proporciona.

Pero en otras ocasiones, el Maestro presenta el agradecimiento como condición indispensable para la convivencia humana. Aún más, como un valor evangélico.

San Lucas trae el episodio de diez leprosos, que le gritan al Señor desde lejos: “Ten compasión de nosotros”. Terrible la tragedia de estos hombres rechazados por la sociedad. Debían llevar los vestidos rasgados y desgreñada la cabeza, e irían gritando: Impuro, impuro, para que la gente esquivara su presencia.

De acuerdo con lo ordenado en el Levítico, Jesús manda a estos enfermos que se presenten a los sacerdotes. Los funcionarios del templo debían declarar quien padecía lepra y certificaban, en algunos casos, su curación.

Pero mientras iban de camino, como apunta el evangelista, quedaron limpios. Un caudal tibio de vida empezó a circular por sus venas. ¡Estaban curados!.

A los nueve que eran judíos, no se les ocurrió otra cosa que cumplir al pie de la letra lo ordenado por Jesús. Allá en la capital algún sacerdote de turno, tomaría aceite para untar primero el lóbulo de la oreja derecha del que se decía curado. Luego el pulgar de su mano derecha y también del pie derecho. Los declararía limpios y podrían volver a los suyos.

Pero uno de los sanados, un samaritano, no acostumbrado al legalismo judío, se vuelve de inmediato hasta el Señor. Y el evangelista acumula los verbos de su agradecimiento: “Alabando a Dios con grandes gritos, se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias”.

Naamán, jefe del ejército de Siria también se curó de su lepra, cuando a pesar de sus reparos, se bañó siete veces en el Jordán, por orden del profeta Eliseo: “Su carne quedó limpia de lepra, como la de un niño”. Enseguida mostró su gratitud a Yahvé con estas palabras: “Ahora reconozco que no hay Dios más que el de Israel”.

Cuando el samaritano regresa, Jesús pregunta con cierto desencanto: “¿No eran diez los curados?”. Esta es la pobre proporción de los agradecidos: Uno sobre diez. Probablemente en nuestras relaciones humanas, en nuestra oración, se da el mismo 10% de gratitud y un noventa de peticiones y reclamos.

Y algún autor explica: “Para pedir basta pensar en uno mismo. Para agradecer es necesario pensar en el otro”.

Alguien que recobró la fe después de muchos años de increencia, confesaba: Todo empezó porque en una reunión de la empresa, se insistió demasiado en lo valioso que era agradecer por el saludo matinal, el desayuno pronto, la ropa limpia, la oficina aseada.

Luego empecé a sospechar que alguien fabricaba la luz, enviaba la lluvia, hacía nacer el sol cada día. Sentí pena de no haber agradecido nunca a ese desconocido personaje: Nobleza obliga. Y empecé a decirle cosas muy simples, pero nacidas del corazón.

Ahora creo. O mejor dicho, siento que Dios está en mi vida y procuro ser bien educado con él a todas horas.