Domingo XXIX del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Nunca será la cenicienta

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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Para explicar cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, Jesús les propuso esta parábola: Había un juez que ni temía a Dios, ni le importaban los hombres”… San Lucas, cap. 18.


Molestar. Importunar. Fatigar. Aburrir. Acosar. Fastidiar… Abundan los sinónimos para calificar la conducta de aquella viuda, ante el magistrado que se negaba a hacerle justicia.

San Lucas hace notar que Jesús propuso esta parábola a sus discípulos, “para explicarles cómo tenían que orar”.

En todo Oriente, la autoridad judicial gozaba de una veneración sagrada, pues juzgar se entendía como tarea de Dios, quien delegaba a algunos ese oficio.

De otra parte, la viudez en aquel tiempo era el prototipo de la miseria. Una mujer que debía atender a los suyos sin el soporte de su marido, representaba el mayor desvalimiento.

Pero en la parábola encontramos una viuda valiente. Un día y otro acudía ante ese juez remiso, hasta que su constancia lo venció: “Le haré justicia, dijo aquel hombre. No vaya a acabar pegándome en la cara”.

Y el Señor concluye: “Fijaos en lo que dice ese juez. ¿No hará Dios justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”.

Con mucha razón los catecismos tradicionales enseñaron: “¿Cuándo debemos orar?. Debemos orar con mucha frecuencia, especialmente por la mañana y por la noche, al principiar las acciones más importantes, en el trabajo, en los peligros y tentaciones, y a la hora de la muerte”.

Quizás ninguna otra parábola de Jesús fue tan humana, tan a ras de tierra. El Señor no tuvo inconveniente en comparar al Padre de los Cielos con un juez despreocupado y sordo, aceptando la visión que muchos de nosotros mantenemos de Él.

Por lo tanto, la oración de súplica nunca ha de ser la cenicienta entre otras formas de orar. Frente a la acción de gracias y la alabanza. Esto le daría la razón a André Gide, quien pretendía para todos una mayoría de edad, en la cual no necesitamos de Dios.

Y además contradice a Jesús, quien nos enseñó a pedir cada día el pan y algunas cosas más. “Quien no le pide nada al Señor, añade un autor, es porque ya lo tiene todo y algo más, la soberbia”.

Sin embargo, ¿cuando rogamos a Dios se trata de enterarlo, o de conmoverlo?. ¿Y además de obligarlo a cambiar sus planes?

Aquí tocamos un territorio misterioso: ¿Cómo concuerdan, durante la oración, los mecanismos de la bondad de Dios y los arrestos de nuestras impaciencias?.

Algunos creen que mediante la oración, logramos que Dios oriente el rumbo de los huracanes, desvíe la ruta de los misiles, vigile el desarrollo de las células y enderece la suerte de los negocios.

No es así. Pero sí comenzamos entonces a tomar conciencia de nuestras necesidades, bajo otra luz, desde otra óptica. Para evaluarlas, discernirlas, averiguar sus causas. Y obrar de otra manera en adelante.

Orar es más bien un asunto de óptica. No se trata de mirarnos compulsivamente a nosotros mismos. Es necesario levantar los ojos para contemplar al Padre de los Cielos. Orar es aprender a mirar más hondo, más alto, y más lejos.

Con un nuevo ingrediente, como expresó durante en el concilio Vaticano II, un anciano obispo oriental: “Nuestra oración ha de estar más colmada de silencios, que abrumada de palabras”.