Domingo de Pascua: La Resurreccion del Señor, Ciclo B.

San Juan 20,1-9: La prisa de aquella madrugada

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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“Salieron entonces Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos pero el otro discípulo corría más que Pedro. Luego entraron al sepulcro vacío, vieron y creyeron”. San Juan, cap. 20.  

Todo fue tan veloz que los protagonistas de este acontecimiento apenas podían asimilarlo. Las piadosas mujeres  corrieron al huerto muy temprano, para completar el embalsamamiento del Señor. La tarde del viernes, por la proximidad del descanso sabático, todo se había hecho de afán. Pero quedaron asombradas al ver removida la piedra del sepulcro. Corrieron entonces a avisarle a Pedro.  

El jefe de Los Doce  estaría por allí cerca, rumiando la desventura de su traición. Y el alma en vilo entre la promesas del Maestro y  la catástrofe de su muerte en cruz. Pero también corrió  hacia el huerto, acompañado del otro discípulo que había estado con  Jesús hasta el final.  

Los dos corrieron para asomarse sorprendidos al sepulcro. La vendas que habían amortajado al Señor estaban por el suelo y aparte el sudario. Y como dice san Juan, entraron, vieron y creyeron. 

Ante la fe de estos apóstoles sólo había entonces un sepulcro vacío, unas mortajas, la angustia de unas mujeres que no se explicaban dónde estaría el cuerpo del Señor.

Pero la noticia se divulgó rápidamente por toda la ciudad. Y muy pronto el mismo Jesús vino a confirmar a quienes creían de veras en Él: Había resucitado. Se hizo visible ante sus amigos en el cenáculo. Se les apareció a la orilla del lago. Compartieron con Él unos desconsolados discípulos que regresaban a Emaús.  

Lo vieron. Él les mostró las señales de los clavos y de la lanza. Invitó a Tomás a comprobar que era Él mismo.   Comieron con él.  

San Pablo les escribirá más tarde a los corintios: “Cristo se apareció también a más de quinientos hermanos, de los cuales la mayoría vive todavía”.  

Como quien dice: Pregúntenles y ellos les confirmarán su seguridad sobre Jesús resucitado.      

Una impostura se desvanece muy pronto en el tiempo. Pero esta afirmación  del apóstol tiene lugar hacia el año cincuenta y siete de nuestra  era. Habían pasado  casi veinticinco años desde la muerte del Señor.   

El libro de los Hechos nos presenta varios discursos, donde san Pedro explica la fe de las primeras comunidades.  La experiencia de Cristo resucitado le brota por los poros del alma.   

Pocos días después Esteban y Santiago entregarán su vida por el Maestro. Así comienza una infinita teoría de hombres y mujeres que con su sangre continúan afirmando:  Sí resucitó. 

Un día san Pablo fue llevado ante el procurador Festo, quien luego declaró: “Sobre este hombre no conozco ninguna acusación de crimen, solamente que predica sobre un tal Jesús, ya muerto de quien  afirma que está vivo”.  

Pues bien: De esos somos nosotros, quienes en este siglo,  seguimos afirmando que Cristo resucitó de entre los muertos.   

Aquella primavera que floreció  en Jerusalén a finales del mes de Nizán nos envuelve el alma. Se nos trasluce diariamente en un modo de amar, un modo de luchar, de sufrir y de esperar.

Es la Pascua Florida que decían nuestros abuelos, con su derroche de vida, entusiasmo y colorido: ¡Jesús resucitó!. Estación obligatoria para todos los discípulos de Cristo. A pesar del pecado, del dolor y de la muerte.