II Domingo de Pascua o Domingo de la Divina Misericordia, Ciclo B.
Juan 20,19-31:
Ciegos afortunados

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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Pero Tomás les contestó a los otros discípulos: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto la mano en su costado, no lo creo. San Juan, cap. 20.

Los de la oposición estarían radiantes. Por fin hubo alguien que no se dejó alienar por aquel profeta nazareno. Hasta habrían pensado en un mitin por las calles de Jerusalén, liderado por Tomás, para gritar enfebrecidos: No, no, no resucitó.

Pero el apóstol era un hombre honrado, honesto consigo mismo. La muerte de Jesús le desgarraba el alma. Todas sus ilusiones y expectativas yacían por el suelo. Mas no por eso, o precisamente por esa razón, acudió también al cenáculo, luego de ocho días de tragedia interior.

Sin embargo, no le convencían las afirmaciones de sus compañeros: Hemos visto al Señor. Al fin y al cabo, la fe es un fenómeno personal, aunque sus expresiones algunas veces sean grupales. En medio de todo amaba sinceramente al Señor. Y el amor es más fuerte que la muerte.

Mientras tanto, el Maestro se encuentra en otra esfera, en otra dimensión, que la actual teología actual no alcanza aún a explicarnos. Pero le urge desde allí, confirmar la fe incipiente de sus discípulos.

Por lo cual realiza varios signos, para hacerles entender que la muerte no lo había vencido del todo. Para Él morir fue un trágico episodio, inicio y prólogo inmediato de algo más sublime y estable. Por ello el Señor se hace visible en el cenáculo y en otros escenarios. Por eso come con ellos, conservando además las cicatrices de los clavos, y también de la lanza que le traspasó el corazón.

Tomás se atreve a pedir algo más convincente: Tocar a quien regresa de la muerte, comprobar con sus manos la herida del costado. Que todo ello no fuera a ser una ilusión óptica.

Jesús parece aceptar la confrontación y al regresar al cenáculo, se dirige personalmente al discípulo receloso: Trae tu dedo, aquí tienes mis manos. Trae tu mano y métela en mi costado.

Durante este encuentro del Maestro con los suyos, ha resonado en el recinto una palabra maravillosa: Shalom. El saludo común

de los hebreos que contiene un deseo dinámico de serenidad, de alegría constante, coherencia interior para quienes lo reciben. Salam dicen los árabes. Shalom alejem, paz a vosotros, repiten los judíos.

Es la paz el fruto maduro de la fe. Lo comprobamos en tantas personas que han pasado por mil tribulaciones y al fin hallaron, en su encuentro con el Señor esa serena firmeza, esa firme serenidad. Algo que comienza por una convicción y avanza hacia una agradable sensación.

Ciegos afortunados, llama un autor a los creyentes en Cristo. ¿Pero qué es lo que no vemos? ¿Las infinitas tragedias que azotan al mundo?. No propiamente. También las contemplamos y nos duelen muy hondo. Pero al mirarlas, les imprimimos otra dimensión y otra luz. Todo ese dolor y ese mal, toda esa basura que ensombrecen la historia, se transfiguran por la presencia del Resucitado.

Esto corresponde a la palabra de Cristo en el cenáculo, a un Tomás trémulo y confuso, que apenas alcanza a balbucir: Señor mío y Dios mío.

Jesús proclama entonces una alabanza que nos arropa a muchos de nosotros: Dichosos los que crean sin haber visto.