II Domingo de Adviento, Ciclo B.
San Marcos 1,1-8: Las tarifas del perdón

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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“Juan bautizaba el desierto. Predicaba que se convirtieran, para que se les perdonasen los pecados y acudía a él la gente de Judea y de Jerusalén”. San Marcos, cap. 1.

El libro del Levítico señala con precisión las ofrendas que debían presentarse para obtener el perdón de Yavéh. Por la culpa de un jefe del pueblo, el Señor exige “un macho cabrío sin defecto”. Cuando algún terrateniente ha pecado, llevará al templo una cabra. Pero si se trata de un pobre, Dios se contenta con “dos tórtolas o dos pichones”.

De otra parte, las mejores porciones de las víctimas se guardaban para los ministros del templo y también “lo mejor del aceite, el vino y el trigo”. Mientras tanto, los devotos se surtían de carne para su mesa en los expendios controlados por los sacerdotes. Podría afirmarse entonces que, para prosperar, toda esta gente del culto exhortaba día y noche al pueblo: “Pecad hermanos”.

Extraños los conceptos de pecado y de perdón que manejaba el judaísmo. En cambio, Jesús viene a presentar otra forma de culto “en espíritu y en verdad”, y el perdón generoso de un Dios que no emplea tarifas.

Cuando Juan Bautista aparece junto al vado del Jordán que conduce a oriente, lejos del templo de Jerusalén, invita a sus oyentes “a convertirse para que se les perdonen los pecados”. Y anota san Marcos que “acudía a él mucha gente de Judea y de Jerusalén”.

En el programa de Jesús, el pecado y el perdón tienen otra dimensión y otro peso. Antes lo importante era el tamaño de la ofrenda. Ahora lo esencial es un sincero arrepentimiento. Antes el pecado era una mancha enorme, aunque situada en la periferia de la vida. Ahora la culpa nos golpea interiormente, pero nunca destruye nuestra capacidad de retorno hasta el Señor.

No dejaría de inquietar al establecimiento religioso de entonces la predicación de Juan. Mucho más, cuando tantas personas acudían a escucharlo. Algunos por curiosidad. Otros cansados de una religión demasiado materialista. Otros más empujados por la esperanza de un Salvador.

Pero el Bautista se definía a sí mismo como “la voz que clama en el desierto”. Y aseguraba que detrás de él, vendría “otro más fuerte que yo, y no soy digno de llevarle las sandalias”. Ese más fuerte era Jesús, a quien el Precursor, con actitud humilde, entrega su tarea: “Es preciso que él crezca y que yo disminuya”.

Jesús explicará a sus discípulos que Dios perdona de una forma más ágil y profunda. Basta observar cómo resuelve el Maestro las complicadas situaciones de muchos: Zaqueo jefe de publicanos, la mujer sorprendida en adulterio, la samaritana que había tenido cinco maridos, Mateo el recaudador de impuestos en Cafarnaúm, el muchacho que vuelve, luego de haberse gastado su herencia. Y aquel ladrón que agonizaba a su lado. A éste le bastó una sencilla súplica, para que el Señor le abriera de inmediato el paraíso.

Para el Maestro el pecado tiene además, un sentido muy distante al de ciertos moralistas que nunca acaban de creer que Dios perdona. El perdón de Cristo no cubre la culpa, o la condona. Sencillamente la destruye. Por esto, afirmaba un escritor, el poder de Dios se manifiesta con mayor claridad al perdonar nuestros pecados, que cuando creaba el universo.