II Domingo de Pascua o Domingo de la Divina Misericordia, Ciclo B.
San Juan 20,19-31:
Las exigencias de Tomás

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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“Tomás, uno de los Doce decía: Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto la mano en su costado, no lo creo”. San Juan, cap. 20.

El amor a primera vista, aquella intuición repentina que simbolizamos con el flechazo de Cupido, no siempre lleva a una unión estable y placentera. Con frecuencia este ideal sólo se alcanza después de una ardua lucha. Luego de muchos ires y venires por el ciberespacio del amor.

Igual cosa sucede con la fe. La que perdura y da seguridad no es siempre la que brota de inmediato. Es aquella colmada de experiencias y tatuada quizás de cicatrices.

Nos lo enseña la historia de Tomás, uno de los Doce: Jesús se ha aparecido a sus amigos, en ausencia del apóstol. Cuando le aseguran que han visto al Señor, Tomás exige pruebas: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos. Si no meto mi mano en el costado, no lo creo”.

Pero no sólo Tomás se resistió a creer. San Lucas nos cuenta que el testimonio de las mujeres, las primeras que vieron al Resucitado, a muchos “les pareció un delirio”. San Mateo escribe que cuando Jesús se mostró en Galilea, algunos “le adoraron, pero otros dudaron”. Y san Marcos añade que, estando los Once a la mesa, el Señor “les reprendió su incredulidad y dureza de corazón”.

Una fe intelectual, equivalente a la aceptación en la mente de las verdades del Credo es relativamente fácil. Pero la fe que nos toca la vida, que nos compromete en un programa nuevo y exigente, nos asusta. Y por esto tratamos de esquivarla.

Suponemos que Tomas ya habría hecho sus planes, ante el fracaso del Maestro. Regresaría a la rutina de su pueblo y de su gente, ya sin motivos para aguardar otro Mesías. Volvería a vegetar en una fe ordinaria, bajo el yugo romano, para dormir luego la muerte en compañía de sus antepasados.

Pero de repente le dicen que Jesús ha resucitado y a Tomás se le viene el mundo encima. Habría que comenzar otra aventura, más desconocida y exigente. Lejos de los ciegos curados, los enfermos sanados, del pan y los pecados milagrosos. En adelante se le exigía una fe en los aires, más allá de la presencia física del Señor.

Eran lógicas las exigencias del apóstol. Y Jesús las acepta serenamente para confirmarlo en la fe. De nuevo en el cenáculo, el Señor invita a Tomás a tocar sus manos y sus pies, a meter la mano en su costado. El rostro del discípulo estaría desfigurado por el asombro. Le temblarían las manos. La voz se le ahogaría en la garganta.

El cuarto evangelista no cuenta si el apóstol se acercó a Jesús. Nos dice que solamente alcanzó a balbucir: “Señor mío y Dios mío”. Una confesión de fe generosa y confiada. Jesús pronuncia entonces un elogio que nos alcanza también a nosotros: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”.

Felices nosotros, si luchamos por unos valores permanentes, si construimos una familia honrada. Si contamos con El a todas horas, sin que le hayamos visto corporalmente.