III Domingo de Pascua, Ciclo B
San Lucas 24,35-48:
Estar vivo por dentro

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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“Jesús se mostró en medio de sus discípulos y les dijo: Paz a vosotros. Llenos de miedo por la sorpresa ellos creían ver un fantasma”. San Lucas, cap. 24.

En cuanto a felicidades, afirma un autor que para conseguir la verdadera es necesario “estar vivo por dentro”. Pero aquellos discípulos, encerrados en el cenáculo, morían de muchas muertes luego de la crucifixión del Señor. Los asediaban la soledad y el miedo. El desconcierto y el fracaso les partían el alma.

San Lucas nos ha contado el episodio de aquellos caminantes que iban a Emaús. Los que reconocieron al Resucitado en la fracción del pan. En seguida nos narra que estando los Once a la mesa, el Maestro se presentó en medio de ellos, diciéndoles: Paz a vosotros. Pero ellos, llenos de miedo creían ver un fantasma.

Para convencerlos, Jesús los invita a mirar su manos y sus pies, condecorados por las cicatrices de los clavos. Los motiva a tocarlo. Aún más, les pide algo de comer y ellos le ofrecen un trozo de pescado.

Luego les abre el entendimiento para comprender las Escrituras. Entonces la alegría les va llegando desde afuera a estos discípulos. Comienzan a entender su propia historia en una clave superior. Iluminan con la resurrección de Cristo todas sus amargas circunstancias.

En el mundo de hoy muchos creyentes han unido sus vidas a Jesús. Es verdad. Pero quizás únicamente a un Cristo sufriente, como un mecanismo de defensa. Faltaría que la resurrección del Señor llegara plenamente a su existencia, para hacerlos vivir desde dentro. Para alumbrar sus sombras y sus desconciertos con un Dios - Hombre que vence todos los miedos, porque ha triunfado de la muerte.

Los maestros de vida cristiana nos hablaron anteriormente de “la vida interior”. Esa que anida en nuestro corazón y que se muestra de múltiples maneras. Sin ella, no se explica la caridad sencillamente heroica de muchos cristianos. Ni la fidelidad, a pesar de las crisis, ni la paz en medio de las pruebas. Tampoco se comprende que un pecador se sienta perdonado. Sin ella no entendemos por qué un hombre de fortuna relativiza todos sus bienes. Por qué alguien aguarda la muerte con ilusión serena. Sin Jesús Resucitado no hay razones para justificar la esperanza.

San Pablo llamó a esta virtud teologal con el diciente nombre de áncora. Porque ella amarra nuestra historia, zarandeada a cada momento, con la persona del Señor Jesús. Es cierto que todavía tenemos que completar en nosotros la pasión de Cristo, pero ya poseemos la vida futura que anhelamos.

El tiempo es nada más que una membrana opaca, que nos impide ahora poseer la dicha. Pero la podemos gozar a distancia, si continuamos vivos por dentro.

Cada tarde regresamos al hogar, cansados del trabajo y de la vida, cargados de angustias y temores. Volvemos al cenáculo de nuestra rutina, mientras afuera soplan vientos de duda y huracanes de muerte.

Es necesario entonces levantar los ojos, alargar nuestras manos, ofrecer al Señor Viviente de nuestra propia mesa. Así podremos sentir que El amarra todo lo nuestro a su triunfo sobre el pecado, el dolor y la muerte. Nuestra vida tendrá así otro sabor. Y una ilusión distinta.