IV Domingo de Pascua, Ciclo B
San Juan 10,11-18:
El único pastor

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez  m.x.y.(Calixto)

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“Dijo Jesús: Yo soy el buen Pastor que da la vida por sus ovejas. Yo conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí”. San Juan, cap. 10.

En su “Elogio de los Oficios”, Carlos Castro Saavedra nos quedó debiendo una alabanza para los pastores. Hubiera podido escribir que “ellos arropan los caminos y praderas con vellones de nieve, mientras le cuelgan a la brisa los arpegios de sus gaitas. No conocen las horas matemáticas. Su tiempo es suave y continuo, como la piel de un recental. Son expertos en paciencia y mansedumbre, porque cultivan en el alma ternuras maternales para los corderitos recién nacidos y las ovejas díscolas”.

Pero en los tiempos de Jesús, los pastores eran tenidos por seres despreciables y de mala reputación. En parte, la suciedad obligada de su tarea en regiones sin agua, en parte su vida errante y solitaria, les habían acarreado las desconfianza de todos.

Por esto el Señor se define como un pastor bueno. Le importan las ovejas y es capaz de dar la vida por ellas. Las conoce una a una, las llama por su nombre. Desea también llamar a otras ovejas que no son de su redil, para que formen un solo rebaño bajo un mismo pastor.

En esta descripción hay un rasgo que nos conmueve: El conoce a cada oveja por su nombre. Dios sabe mi historia personal, esa que llevo cosida sobre la piel del alma. Conoce de mis miedos y vacilaciones. Entre muchas, distingue mi voz cuando le pido auxilio. Y añade un autor: “Yo sé que aunque me encontrase de noche, malherido, medio sepultado en la nieve, entre otros mil combatientes moribundos, mi perro vendría hacia mí, sin perdida de tiempo, sin confusión posible. Yo sé también que en el último cabo del mundo, perdido entre la muchedumbre, el Señor me reconocería, llamándome por mi nombre, según las tiernas claves que guardamos en secreto”.

La imagen de Jesús como pastor nos lleva a pensar en la comunidad creyente, donde muchos tienen el oficio de acompañarnos, guiándonos hacia verdes pastos y frescas aguas. Son ellos los ministros de la Iglesia, pero además los padres de familia, los educadores, los responsables de la sociedad civil.

Pero este pastoreo no se puede reducirse a las ovejas fieles, porque son numerosas las extraviadas. Sin embargo, los discípulos de Cristo nos limitamos, casi siempre, a una pastoral de conservación. Repetimos esquemas anteriores, centrados en un culto devocional y rutinario. Nuestras comunidades no anuncian, no convocan, no atraen. Sus recursos se agotan en mantener el orden establecido y las costumbres heredadas.

En cambio, el Evangelio nos enseñó desde su inicio a traspasar fronteras. Más allá de nuestra mirada y nuestra imaginación está “el hombre trágico en sus propios dramas, como nos dijo Paulo VI al clausurar el Vaticano II, el superhombre de ayer y de hoy, frágil y falso, egoísta y feroz. El hombre descontento de sí, que ríe y llora.

El hombre versátil, dispuesto a declamar cualquier papel. El hombre rígido que cultiva solamente la realidad científica. El que alaba los tiempos pasados y el que sueña en el porvenir”. A todos ellos es urgente invitarlos a formar un solo rebaño, bajo el único Pastor.