Signo de una presencia

Solemnidad del Corpus Christi, Ciclo B

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Mientras comía con sus discípulos, Jesús tomó un pan y lo partió, diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Y cogiendo una copa, les dijo: Esta es mi sangre, sangre de la nueva alianza”. San Marcos, cap. 14. 


En el siglo XVI aún no se hablaba esa presencia virtual, que ahora nos ofrece la electrónica. Pero entonces varios teólogos protestantes señalaban que el Sacramento del Altar era apenas un recuerdo del Señor, al igual que la estatua de un prócer, o la fotografía de una novia ausente. 

Por lo cual, durante el concilio de Trento, la Iglesia ratificó que en la Eucaristía “se contiene verdadera, real y substancialmente a nuestro Señor, el mismo Cristo que está en el cielo a la diestra del Padre”.

Surgió así la expresión “Presencia real”. Una forma de indicar que en este Sacramento, Dios nos acompaña de modo peculiar, bajo las formas visibles del pan y del vino. 

Esta verdad se apoya en las palabras mismas de Jesús, quien al despedirse de sus discípulos, compartió con ellos el pan y una copa de vino, y les dijo: “Tomad, esto es mi Cuerpo”. “Bebed, este es el cáliz de mi Sangre”. Luego añadió: “Haced esto en memoria mía”. Tres elementos se conjugan entonces en la Eucaristía: Un poco de pan, un sorbo de vino y el cumplimiento del mandato del Señor. 

Los pensadores escolásticos se esforzaron por escudriñar racionalmente todas las verdades de la fe. A lo cual respondió la Iglesia modificando su lenguaje, para hacerlo más inteligible a la época. En el caso concreto de la Eucaristía se habló de transubstanciación, de materia y forma, de cómo permanecen allí los accidentes, mientras se cambia la sustancia. 

Pero la teología actual, que mantiene sus reservas frente a la razón pura, comprende la Eucaristía desde una óptica existencial, como el “Signo de una presencia”. Un signo real y vital, como sólo Dios puede hacerlo. Y procura no desvincular esta presencia Eucarística de otras muchas presencias que el Señor mantiene: En lo infinitamente pequeño y en lo inconmensurable del cosmos. En la vida que brota por todas partes. En su amor contagioso e irreductible. En su palabra, que sigue resonando bajo todos los meridianos. 

Presencias y Presencia. Jesús había ilustrado a sus discípulos sobre ese Pan misterioso que les daría, recordándoles el maná que alimentó al pueblo peregrino en el desierto. 

Unimos entonces el mandato de Jesús: “Haced esto en memoria mía”, con su promesa final: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. 

Nuestra solemnidad del Corpus Christi tuvo origen en el siglo XIII, en tiempos de Urbano IV. Este papa de origen francés, estuvo vinculado en su época de presbítero a la ciudad de Lieja, donde empezó a celebrarse esta fiesta. Se quería honrar así al Santísimo Sacramento, lo cual no había sido posible el Jueves Santo, ante la inminencia de la muerte del Señor.

Vale entonces enseñarle a nuestra fe que las cosas de Dios no han de medirse desde nuestros esquemas racionales. Que es necesario llegar con pies descalzos ante La Eucaristía, para sentir con serenidad que somos pequeños. Para alegrarnos de ese “más allá inmenso”, donde Cristo conjuga su poder que ha vencido la muerte, con los novedosos artificios de su amor.