Desde adentro hacia afuera

Domingo II de Cuaresma, Ciclo B

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan a un monte alto y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”. San Marcos, cap. 9. 

Un pintor contemporáneo realizó un estudio sobre la Madre Teresa de Calcuta. Esos ojos marchitos, esas arrugas de su rostro no coinciden en nada con los rasgos de tantas divas, que se exhiben diariamente en los Medios. Pero descubrió en aquel semblante una sonrisa, una luz, un misterio que no puede explicarse sino desde aquello que llamamos santidad: La presencia de Dios que se trasluce, de forma radiante, en ciertos momentos de la vida. 

En el caso del Señor Jesús, san Pablo escribe a los colosenses: “En él reside corporalmente la plenitud de la divinidad”.

No extraña entonces que un día, en la cima de un monte alto, tres discípulos, invitados de honor contemplaran a Jesús transfigurado. “Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”, nos dice san Marcos. “Su rostro se puso brillante como el sol”, escribe san Mateo. Y san Lucas apunta: “El aspecto de su rostro se mudó”.

Los evangelistas señalan además que allí se hicieron visibles Moisés y Elías. Dos personajes sobre los cuales se afirmaba toda la historia judía: El caudillo que liberó de Egipto al pueblo escogido y un profeta de tiempos difíciles, cuando se forjó la identidad de Israel. 

Ellos, como nos dice el texto, hablaban con Jesús, dando a entender que los tres hacían parte de un mismo proyecto de salvación. 

Ciertos autores recriminan a san Pedro por su espontánea intervención de entonces: “Maestro, qué bien se está aquí. Vamos a hacer tres chozas. Una para ti, una para Moisés y otra para Elías”. En asunto de albergue los judíos no eran muy exigentes. Y además el apóstol fue generoso, al no preocuparse de sí mismo ni de sus compañeros. 

No sabemos cuanto tiempo duro tal maravilla. Pero luego una nube, que en sentido bíblico significa la intervención de Dios, borró la escena. Aunque una voz se escuchó desde el cielo: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”.

Recordemos que esta página, igual que muchas otras se escribieron años después de la resurrección del Señor. San Marcos nos presenta este relato, igual que una acuarela inspirada de los relatos de Pedro, para ratificar que Jesús, el crucificado cinco décadas atrás, sí en verdad el Hijo de Dios. 

Los peregrinos que visitan el Tabor, donde tradicionalmente se ha ubicado la transfiguración del Señor, avanzan siete kilómetros desde Nazaret por la llanura de Esdrelón, lugar de batallas en el Antiguo Testamento. Sobre un monte aislado, de 562 metros de altura, se alza una basílica no muy grande, erigida en 1924, con dos capillas laterales dedicadas una a Moisés y otra a Elías.

También en cada uno de nosotros se esconde un misterio luminoso, que en ciertas ocasiones se manifiesta: Somos hijos de Dios muy amados, creados a su imagen y semejanza. La tarea del cristiano sería transfigurarse a cada instante. Lograr que se trasluzca su maravilla interior. Y esto se alcanza por la oración, pero ante todo por la caridad fraterna, por el servicio generoso a los más débiles. En tales circunstancias la gente nos verá transfigurados y el Señor podrá certificar: Este es mi Hijo predilecto.