Nuestro propio demonio 

Domingo III del Tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Estaba en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo y se puso a gritar: 
¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabarnos?. San Marcos, cap. 1. 



“En esto de gigantes hay muchas opiniones”, comenta Cervantes en El Quijote. Y otro tanto podríamos afirmar sobre el tema de los demonios. 

Como acostumbraba hacerlo cada sábado, llegó el Señor a la sinagoga de Cafarnaúm. Entonces un hombre que allí estaba comenzó a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabarnos?. Pero él le ordenó: Cállate, sal de él y el espíritu inmundo dando un grito, salió”. 

La gente se llenó de admiración. Comentaban que el Maestro hablaba con autoridad. Es decir, poseía una fuerza especial en su persona. Y además sus palabras concordaban con su vida. 

¿Pero qué entendemos por ese espíritu inmundo, que atormentaba a aquel hombre? En otras ocasiones los evangelistas mencionan diablos, demonios, lunáticos, endemoniados, lo cual demuestra la influencia de las religiones vecinas sobre el pueblo judío. Ellas señalaban como personas las fuerzas negativas que acosan al hombre, tanto en el orden moral como físico. Jesús se adapta a la mentalidad de sus paisanos, que además miraban toda enfermedad como efecto de un mal espíritu. 

En la tradición cristiana algunos defienden la existencia de espíritus inteligentes, enemigos de Dios y poderosos. En cambio otros autores rechazan esta posición, procurando explicar a su modo las expresiones bíblicas que hablan sobre el tema. 

Sin embargo una cosa es cierta: Que estos seres nunca podrán superar la bondad de Dios. Y en el caso de las llamadas “posesiones”, conviene recordar que el Señor “no permite seamos tentados por encima de nuestras fuerzas”. Lo dice san Pablo a los corintios. No se descarta, sin embargo que ciertas enfermedades nos impidan una conducta libre y responsable. 

Sin embargo todos verificamos que nuestras relaciones con Dios y con los demás no siempre fluyen con la facilidad conveniente. A cada paso encontramos obstáculos. Esta situación la definen algunos como el pecado original, la pasión dominante, el vicio capital, etc. Podríamos llamarla también nuestro propio demonio. Lo cual no ha de alarmarnos, ni llevarnos tampoco a un pesimismo sistemático. Porque el poder de Jesús que hace tiempos se mostró en Palestina, desea manifestarse también en nosotros. 

Se aprende a ser virtuoso de la misma manera como nos capacitamos para un arte, para un deporte. Nuestra personalidad se va puliendo paso a paso, si avanzamos de la mano del Señor. 

Así, después de unos meses, de unos años nos alegra el haber alcanzado ciertas metas: Ya soy un hombre manso. Ya mi conducta es coherente con mi imagen social. Ya superé aquella dependencia. Ahora mi comunico con Dios sin remordimientos. Ahora hago el bien de manera espontánea. He alcanzado la paz interior. Olvidé mi pasado y me siento acogido por el Señor. En otras palabras, mi demonio personal ha huido y ya soy criatura nueva. 

El mejor exorcismo es invitar a Jesús para que se haga presente en mi vida. Nadie, al abrir la puerta de su casa, comienza expulsar las tinieblas. Basta encender la lámpara y estas desparecerán de inmediato. Y el Sacramento de la Reconciliación ratifica esa presencia salvadora del Maestro: “El Señor te concede el perdón y la paz”.