Nuestro derecho a la esperanza

Domingo I de Pascua, Ciclo A

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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"Pedro y el otro discípulo corrían juntos, camino del sepulcro. Luego ambos entraron, vieron y creyeron. Pues hasta entonces no habían entendido que él había de resucitar de entre los muertos". San Juan, cap. 21.


Según la leyenda, el Ave Fénix, ocultaba su misterio en los desiertos de Arabia, donde cada quinientos años moría, abrasada por el fuego. Pero enseguida volvía a nacer de sus cenizas. En la mitología egipcia, esta ave singular representaba al sol que a la tarde sucumbe, pero al siguiente día renace luminoso.

Los pueblos que crearon este mito proyectaron en él ese deseo que todos alentamos de vivir para siempre. De superar todos los fracasos. También ellos consideraban absurdo que las fuerzas negativas nos derribaran
definitivamente.
Los discípulos de Cristo más allá de toda fantasía, mantenemos una terca adicción a la esperanza. Lo cual no es solamente un mecanismo de defensa, es algo que se afianza en la persona de Jesús, muerto y resucitado.

Todo fue inmensamente trágico, allá en Jerusalén, aquella víspera de Pascua: La traición de Judas. La negación de Pedro. La huida de los demás discípulos. El cuerpo del Maestro despedazado sobre una cruz frente, al desprecio y la hostilidad de muchos. Un desconcierto amargo, una implacable incertidumbre, cuando el silencio arropó aquel sepulcro donde José de Arimatea y Nicodemo depositaron el cadáver del Señor. Entonces, alguien hubiera podido gritar enfurecido que todo, absolutamente todo lo humano, es absurdo. Que es la herencia de imbéciles e ilusos.
Pero quienes dieron muerte al Señor no lo sabían y esto pudo excusarlos ante el Padre de los Cielos: Ese profeta nazareno era el Hijo de Dios.

Por lo cual, al tercer día, unas mujeres van al sepulcro y lo encuentran vacío. Avisados por ellas, Pedro y Juan, se atreven igualmente y contemplan las mortajas que envolvieron al Señor, limpias y dobladas aparte.

Y un rumor frágil, anhelante, descalzo, va y viene, crece, se contagia por las retorcidas calles de Jerusalén y luego sube a Galilea: Han visto al Maestro. Está vivo. Oyeron idéntica su voz. Era él mismo. Los reconocía a todos nuevamente. Mostraba las cicatrices de los clavos y la herida del costado.

Y empezó a renacer la esperanza desde los cuatro puntos cardinales. La historia ya no había brotado para herirnos y luego lanzarnos a la nada. Había motivos válidos para transformar tanta amargura y dolor y sangre y miedo en gloria, bendición, gozo y triunfo. Ya el fracaso no era nuestro final destino.

En alguna aldea innominada, un pequeño grupo de creyentes ha celebrado la Misa de Gloria. A la siguiente mañana, avanza la procesión del Resucitado bajo un sol quemante. Como la pobreza de los vecinos no da para imágenes, cuatro fieles llevan en andas una cruz, donde se columpia una sábana.

La romería llega hasta el cementerio, desdibujado ya entre la maleza. 
De inmediato comienza la tarea de rehacer las cercas y desherbar las tumbas. Aquí se endereza una cruz, allá vuelven a pintarse un nombre y una fecha. No escasean las lágrimas, ni dejan de doler los recuerdos. Pero Cristo ha resucitado. En consecuencia, lo que contemplamos ahora es mucho más oscuro y mezquino que aquello que no vemos. En consecuencia, nunca jamás podremos renunciar a la esperanza.