Otro estilo de perdón

Domingo X del Tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos y le dijo: Sígueme. El se levantó y lo siguió”. San Mateo, cap. 9. 

Según la tradición cristiana, hacia el año 50 de nuestra era ya circulaba en Palestina una “colección de las palabras y hechos del Señor”. El texto originalmente en arameo fue traducido al griego unos años después por su autor, o quizás por Bernabé, discípulo de san Pablo. 

Es este el Evangelio de san Mateo que, en nuestras Biblias figura en primer lugar, entre las crónicas que recogen la vida de Jesús. 

En su escrito, el evangelista nos cuenta cómo fue su encuentro con el Señor: “Vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos y le dijo: Sígueme. Él se levantó y lo siguió”. 

Los funcionarios romanos que entonces dominaban Palestina habían confiado el recaudo de los impuestos que financiaban su presencia a un grupo de judíos colaboracionistas. Se les llamaba publicanos en razón del nombre del tributo: Públicum. 

Con toda lógica el pueblo los odiaba y no gratuitamente. Porque además ejercían su tarea mediante usura e intimidaciones. 

Se les consideraba inmundos y ningún mendigo debía recibir limosna de sus manos. Comer con ellos significaba entrar en comunión con su moral y aprobar de forma explícita sus actos. 

De allí que en la jerarquía de los malvados, frente a los judíos piadosos, ocupaban igual rango que las prostitutas. Quizás pensando en ellos oraba el piadoso autor del salmo 139: “!Ay, si Dios, suprimiese a todos los pecadores”. 

Sin embargo, esa tarde luego del llamamiento de Mateo, Jesús vino a su casa y muchos de su oficio se sentaron a la mesa con él y su grupo. 

Como siempre, los fariseos se extrañan ante la conducta del Señor. No dan la cara, pero preguntan ansiosos a los discípulos: “¿Cómo es que vuestro Maestro come con publicanos?” El Señor que oyó el reproche les responde: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”. Y los despacha con una frase del profeta Oseas: “Id y aprended lo que significa misericordia quiero y no sacrificios”. Como diciéndoles: A ustedes les preocupan el culto, las ofrendas del templo, las oraciones en la sinagoga. ¿Y el hombre, con su dolor, su pecado, su tragedia”. Por esto Jesús añade ratificando su oficio de Salvador: “No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”.

Cuando más tarde, en algún rincón de Palestina, el apóstol redactaba su evangelio, debió conmoverse al recordar aquella cena con Jesús y sobre todo el significado que tuvo para él mismo y muchos de los presentes. 

En el caso de Mateo nosotros le hubiéramos puesto cartilla al Maestro: Es más prudente que este publicano cumpla primero una larga penitencia. Talvez pueda servirle como apóstol, pero de segunda categoría. 

Sin embargo el perdón de Dios es de otro estilo, que ciertas teologías no comprenden. Lo hemos contaminado con nuestra mezquindad o nuestro moralismo, reduciéndolo a contabilidad, como si detrás no palpitara el inmenso corazón de Dios. 

Se cuenta que François Miterrand preguntó un día a Jean Guitton: ¿Qué entienden ustedes por moral? Y el pensador cristiano le repuso: Me da pena decirlo, señor, pero en general es algo más bien triste.