La escala de los miedos

Domingo XII del Tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Dijo Jesús: No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo”. San Mateo, cap. 10. 

“Una caña que piensa”: Este es el hombre por definición de Blas Pascal. Pero quien escuche nuestras quejas ha de cambiar irremediablemente el texto: “Una caña que tiembla”. Tal es el bagaje de temores que llevamos almacenados en nuestra alforja. 

Quizás el hombre de las cavernas estrenó su miedo alguna noche tempestuosa, cuando no pudo interpretar los terribles ruidos de la selva. Quiso enseguida eliminar sus temores, se confesó valiente ante sí mismo. Pero a la mañana siguiente comprobó que tener miedo era algo suyo, imprescindible como sus propias extremidades. 

De ahí en adelante evaluamos nuestra racionalidad y también catalogamos nuestra madurez, sobre la escala de miedos que nos asedian. 

Los discípulos de Jesús, hombres como nosotros, no estuvieron inmunes a esta dolorosa condición. Pero el Maestro les enseñó a distinguir entre miedos y miedos. Lo cual equivale a discernir entre peligros y peligros. Y a la vez los motivó a acogerse a la paternidad de Dios, con amables recomendaciones tomadas de la vida de entonces: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. ¿No se venden dos pajarillos por una moneda? Pues ninguno de ellos caerá por tierra sin el conocimiento de vuestro Padre”. 

Cerca de esta página de san Mateo saltan esos rapaces que armaban trampas en las afueras de Nazaret, para cazar tórtolas y palomas. Unas de ellas iban al mercado del templo como ofrenda de los pobres. Otras mejoraban de vez en cuando el menú familiar. 

Jesús nos asegura que en este negocio está implicado el Padre de los Cielos, quien activa la audacia de los cazadores frente a la imprudencia de las aves. Pero ninguno de estos pajaritos se dejará atrapar sin el permiso del Padre de los cielos. 

Sin embargo, el Señor no es ingenuo. Ha explicado anteriormente a sus discípulos que muchas dificultades los aguardan. Los mira como ovejas en medio de lobos. Los jefes de la sinagoga los perseguirán y aún en su propio hogar sufrirán acechanzas. 

A esa lista de riesgos podemos añadir nuestras calamidades. Peligros futuros, que nos llenan de miedo. Presentes, que nos desestabilizan. 

La fe cristiana no es un fármaco que remedie automáticamente todos los problemas. Pero comprobamos a diario que confiar en Alguien a quien reconocemos como Padre, apoyarnos en Alguien que es todopoderoso y nos ama, comunica una fuerza sin igual, derrama una luz peculiar en toda situación. 

Entonces preguntamos: ¿Por qué entre los creyentes afloran tantas sicologías lesionadas?. ¿Por qué abunda la angustia, que lastima a su vez la vida familiar?. ¿Por qué tantos y tantos viven saturados de medicinas, sin nunca lograr equilibrarse? 

Fuera de ciertas disfunciones biológicas, dignas de todo respeto y ayuda, lo normal entre los discípulos de Cristo sería una vida serena, a pesar de los dolores y los conflictos. Sin dejarnos envanecer por el éxito. Sin abatirnos sistemáticamente en el fracaso. Sería esta una forma visible de verificar la promesa del Señor Jesús: “Si alguien se declara por mí ante los hombres, yo también me declararé a favor suyo, ante el Padre de los cielos”.