Un Dios poco elegante

Domingo XIV del Tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Jesús fue un sábado a la sinagoga de Nazaret. Y sus paisanos se preguntaban: ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María?. Y desconfiaban de él”. San Marcos, cap ..6. 

“¿De Nazaret puede salir algo bueno?, pregunta Natanael, cuando Felipe le comparte que ha encontrado al Mesías. Y en verdad, la aldea que hoy es ciudad de unos 30.000 habitantes, no tenía entonces buena fama. ¿La causa? Allí paraban gentes de todas las pelambres, de paso hacia el oriente o hacia el Mediterráneo. Un proverbio de entonces afirmaba: “A quien Dios castiga le da una mujer nazaretana”. Sin embargo, una de ellas fue la Madre del Salvador. 

Cuenta san Marcos que el Maestro regresó un día a su pueblo. Y según la costumbre de todo buen judío, el sábado acudió a la sinagoga. 

San Lucas, amigo de detalles en su relato, identifica así la aldea: “Donde él se había criado”. Y añade que ese día Jesús fue invitado a hacer la lectura y luego a comentarla. Cada semana se leía en la asamblea un trozo del Pentateuco y otros más de los Profetas. Del relato de san Marcos, deducimos que las palabras de Jesús impactaron a sus paisanos, que se preguntan: “¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María? Y desconfiaban del él”. 

Cuando leemos con cuidado el evangelio descubrimos no sólo las enseñanzas del Señor, sino también sus sentimientos. Esperaba el Señor que sus coterráneos con quien había compartido tantas veces los juegos, las fiestas pueblerinas, los trabajos del campo, se alegrarían de aquello misterioso que se iba trasluciendo en su persona. Pero ocurrió todo lo contrario. 

“Nadie es profeta en su tierra” repetimos nosotros, adaptando la queja de Jesús: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa. Y no pudo hacer allí ningún milagro”. En otras palabras, la gente de Nazaret lo rechazaba como Mesías. 

Según el salmo 103, “Yavéh levanta sobre las aguas su morada, se desliza sobre las alas del viento, toma las llamas de fuego por ministros”. Expresiones que señalan a un Dios sublime y poderoso. 

Con razón algunos grupos de la Iglesia primitiva confesaban la divinidad de Jesús, pero sentían vergüenza de su humanidad. Otros más imaginaron a Cristo como un rey temporal, semejante a Constantino. Lo cual influyó de forma notable en el arte religioso de entonces. 

Pero san Francisco de Asís y sus discípulos nos enseñaron que Dios se hizo hombre verdadero. Tomó un cuerpo como el nuestro y a la vez asumió una cultura, un lenguaje, unas costumbres. La pobreza y las limitaciones de su patria. “Siendo de condición divina, escribe san Pablo a los filipenses, tomó la condición de siervo”. 

Una lección que vale para nuestras estructuras, nuestras expresiones religiosas: Dignas y hermosas, pero ajenas a todo derroche. Llenas de sentido, pero que ante todo promuevan la caridad.

Además la Encarnación tuvo otra admirable consecuencia: Todo lo esencialmente humano se volvió desde entonces auténticamente cristiano: Nuestras artes, letras y deportes. Nuestros proyectos educativos e industriales. Porque ese judío, poco elegante para los nazaretanos, es nuestro Salvador.