Las reliquias del lago

Domingo XIX del Tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Los discípulos, viendo a Jesús andar sobre el agua, se asustaron y gritaron aterrados, pensando que era un fantasma. Pero él les dijo enseguida: ¡Animo, soy yo. No tengáis miedo!”. San Mateo, cap. 14. 

El Santo Grial, supuestamente aquella copa usada por Jesús en la última cena y en la cual José de Arimatea hubiera recogido sangre del Maestro, tuvo en siglos pasados fervientes buscadores. Por ella se enfrentaron obispos y abades, bandidos y príncipes. 

Todo ello a causa de un piadoso deseo: Conservar alguna reliquia del paso de Jesús por nuestra tierra. Sin embargo, nos queda una auténtica, notable, visible: El lago de Genesaret. Allí está, hace más de veinte siglos con sus aguas y sus juncos, sus abundantes peces y sus pescadores mañaneros, sus tempestades y sus bonanzas. 

Alrededor de aquel llamado “Mar de Galilea” pasó Jesús la mayor parte de su vida pública. En sus orillas se alzaba Cafarnaún, centro comercial y político de la región y otras ciudades más pequeñas como Séforis, Tariquea, Betsaida, Magdala, poco mencionadas por los evangelistas. 

Con 144 kilómetros cuadrados y 50 metros de profundidad máxima, el lago guarda además de sus abundantes peces, leyendas de espíritus y sombras, que sobre todo en las noches de borrasca, atemorizan a los pescadores.

Allí ocurrió aquella pesca milagrosa, por el poder de Cristo, de la cual da testimonio el Evangelio. Y también este episodio: Jesús andando sobre el agua, llega al encuentro de sus discípulos. Luchaban ellos de madrugada contra el oleaje y al ver que alguien se acerca sobre las olas, gritan de miedo creyendo ver un fantasma. Pero Jesús les dice: “Soy yo. No temáis”. 

Pedro, confiado en el Maestro, talvez con cierto afán de protagonismo, pide una prueba: “Si eres tú, mándame ir andando sobre el agua”. Jesús le dice: “Ven”. Y el apóstol se lanza a la aventura. Pero duda enseguida, ante el acoso del viento, y empieza a hundirse. Por lo cual grita de nuevo. El Señor lo toma de la mano. “Hombre de poca fe”, le dice y lo sube a la barca. 

Vemos pues que el nivel de flotación sobre el agua - y sobre nuestros problemas - depende de la confianza que tengamos en Dios. No es lo mismo enfrentar a solas nuestras dificultades que sentir al Señor a nuestro lado. Y esa oración, a veces en forma de grito como señalan los salmos, puede devolvernos la calma. 

De otro lado, nos preguntamos si para muchos hombres y mujeres de hoy, Dios es un fantasma. Pudiera ser. Porque algunos lo identifican con un tirano que amarga las alegrías de esta tierra y amenaza con un trágico final. 

Pero la culpa del problema es talvez nuestra, de quienes le hacemos la publicidad al Señor. Quizás no hemos enseñado una religión ascendente que empiece descubriendo la bondad y la belleza del Creador en el mundo universo. Quizás hemos presentado una teología árida y represiva, antes que el encanto avasallador del Evangelio. 

Cabría entonces en los discípulos de Cristo, una actitud humilde y renovada. Para no condenar ni separar. Sino más bien para convocar y acompañar. Entonces el Maestro tomará de la mano a muchos temerosos y angustiados, para encontrase cara a cara con ellos, reunidos en la nave de la esperanza.