El pan y sus oficios

Domingo XIX del Tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

Sitio Web

 

 

“Dijo Jesús: Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron. Este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera”. San Juan, cap. 6. 

Los recuerdos no afloran en estricta sucesión histórica. Menos aun en orden alfabético. Regresan de acuerdo con su peso afectivo, según la huella que nos grabaron en el alma. 

Comprendemos entonces el estilo de san Juan. Quiere recoger las experiencias que vivió cerca al Señor. Pero sus páginas le resultan con frecuencia deshilvanadas y confusas. Lo comprobamos en el capítulo VI de su Evangelio, cuyo tema central es la Eucaristía.

Vale comparar este texto con algún cuadro de Dalí. Aparecen aquí y allá diversos y coloridos elementos que a primera vista no logramos coordinar. Pero enseguida descubrimos cierta coherencia que agrada a los ojos y ofrece un mensaje. 

Para explicar a sus discípulos el Pan de Vida, el Maestro avanza por etapas. De entrada hace memoria del Maná, ese alimento misterioso con el cual Yavéh socorrió al pueblo peregrino. Un recuerdo que, embellecido por la fe y la leyenda, permanecía vivo en la mente de cada judío. 

Unos días más tarde, Jesús alimenta con cinco panes y dos pescados a una multitud. Remedia el hambre de sus seguidores, pero a la vez les certifica su poder. 

Pasa entonces a explicar de qué pan se trata: “Yo soy el pan vivo”. También he bajado del cielo. Pero “vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron”. En cambio “el que come de este pan, no morirá para siempre”. 

El Maestro pudo además recordar un pasaje del libro de los Reyes, cuando Elías llegó a Berseba, la ciudad más sureña de Israel. De allí había salido Abraham a inmolar a su hijo, pero un mensajero del cielo lo detuvo. El profeta avanzó otra jornada y, agobiado por el cansancio se echó por tierra, deseando morir. Pero Dios le envió con un ángel, pan cocido en las brasas y una jarra de agua. Se levantó Elías, comió y bebió, y fortalecido caminó hasta Horeb. 

Este texto, que se leía ciertos sábados en la sinagoga, iluminaba también la enseñanza de Jesús: “Yo soy el pan de la vida”. Tal vez el Señor lo mencionó en su discurso, pero el evangelista no lo consigna.

Enseguida Jesús les dice abiertamente a los suyos: “Yo soy el pan de vida”. “El que coma de este pan vivirá para siempre”. “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”. 

Entendemos entonces la dificultad de aquel auditorio campesino, para captar este mensaje. Nosotros, por el contrario, ya conocemos los gestos y las palabras del Maestro durante su despedida: “Tomando el pan, le dijo: Esto es mi cuerpo”. Y hemos bebido además la tradición de veinte siglos sobre la Eucaristía. 

Antes de la Primera Comunión, la tía Mercedes le recalcaba con angustia a su sobrino, la diferencia “entre el alimento común y el cuerpo sacrosanto de Jesucristo”. En cambio David, el catequista de la parroquia, le insistía en la semejanza de esos dos manjares: Ambos quitan el hambre. Nutren y hacen crecer. Nos fortalecen ante las enfermedades. Significan amor y comunión. Son un regalo, que sabe a hogar y sabe a providencia.