Dialéctica frustrada

Domingo XX del Tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Jesús se retiró al país de Tiro y Sidón. Y allí una mujer cananea se puso a gritarle: Ten compasión de mí. Mi hija tiene un demonio muy malo”. San Mateo, cap. 15. 

Antiguamente, Canaán conformaba una gran provincia dependiente de Egipto, que comprendía El Líbano, Siria y el actual territorio de Israel.

Su idioma estaba emparentado estrechamente con el hebreo y sus costumbres agrícolas eran las mismas de los judíos. Pero en cuestión religiosa los cananeos mantenían enormes diferencias frente a los israelitas. Por lo cual los profetas insistían en apartar al pueblo de todo contagio con ellos. 

Una vez Jesús se retiró al país de Tiro y de Sidón. Buscando descansar de la multitud que le seguía, transpuso la frontera del norte, llegando al territorio de Fenicia, cuyas ciudades más nombradas eran entonces Tiro y Sidón. 

Una mujer no judía le sale al encuentro rogándole por su hija. San Marcos la nombra como sirofenicia, de acuerdo con el marco geográfico. San Mateo la llama cananea, por sus raíces étnicas. 

Esta madre implora al Señor, porque su niña tiene un “demonio muy malo”. Quizás un mal espíritu o una enfermedad nerviosa desconocida entonces. Al comienzo el Señor no le hace caso a la mujer. Pero los discípulos, molestos por su alboroto, interceden por ella. Jesús replica: “No he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de Israel”. Más tarde el Maestro abrió su programa de salvación a todos los pueblos de la tierra. 

Pero la mujer alcanza a Jesús y se postra delante, volviendo a rogarle. Entonces el Señor le responde de una manera, que si no estuvo dulcificada por el tono de la voz y una mirada amable, aparece demasiado áspera: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. 

Aquí empieza a fracasar la dialéctica de Jesús. Tiene delante una fe de mujer. Una fe de madre afligida, la cual presenta un argumento irrebatible. Acepta la comparación de los hijos y los perros, algo muy enraizado en la mentalidad judía. Todos los extranjeros eran tan despreciables estos animales. Pero le devuelve el argumento: “También los perros – algunas traducciones suavizan el texto con un diminutivo- se comen las migajas que caen de la mesa de los amos”.

Jesús se reconoce perdedor. Quizás levantando a la mujer allí postrada, le dice amablemente: “Grande es tu fe, que se cumpla lo que deseas”. Y añade el evangelista: “En aquel momento quedó curada la hija”. Una bonita condición para orar – consoladora además - es sentirnos pequeños delante del Señor. 

¿Qué clase de fe tenía aquella madre? ¿En Yahvé, de quien poco había oído?. ¿En Moloc, Baal, Astarté, los dioses cananeos? Sin embargo Jesús avala su actitud: “Grade es tu fe”. Cuando fracasa lo visible, esta mujer acude a lo desconocido. 

¿En qué creen aquellos que no creen?’ Es el tema de muchos ensayos actuales, donde sus autores pretenden descifrar qué ocurre en lo interior del hombre, que agitado por tantas fuerzas contrarias, no identifica todavía un ser superior y bondadoso. 

Podríamos preguntarnos: ¿Qué existirá más allá de mi corazón y mi cerebro? En otras palabras: ¿Dentro de mi estructura total, tan sublime - y rastrera a la vez - aflora algún punto que se conecte con Alguien superior? ¿Hacia algún más allá?