Demasiados dolores

Domingo XXII del Tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

Sitio Web

 

 

“Dijo Jesús: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. San Mateo, cap. 16. 

En la liturgia del Viernes Santo hay un himno que alaba de forma poética la cruz del Señor: “Ningún árbol fue tan rico ni en sus frutos, ni en su flor. Dulce leño, dulces clavos, dulce el fruto que nos dio”.

También la tradición cristiana, ayudada por la poesía, pero a la vez iluminada por la fe, le ha cantado al dolor de muchas maneras. Maneras desmedidas a veces. 

Por lo cual muchos de nosotros podríamos reclamar: ¿Cabe la poesía en esta pena, en esta enfermedad? ¿Es posible cantar este fracaso, esta ingratitud, esta incapacidad? ¿Vale embellecer esta catástrofe, este vicio del cual no puedo desprenderme?. 

Luego de anunciar su próxima muerte, Jesús les dijo a los discípulos que si alguno quiere venirse con Él, ha de negarse a sí mismo. Lo cual equivale a quitar de la propia vida todo aquello que nos devalúa. Y enseguida tomar la cruz. Es decir, cumplir los propios deberes, de modo consciente y constructivo. 

Dos tareas que, en muchísimos casos, no pueden realizarse sin sufrimiento. Sin embargo, no es cristiano considerar el dolor como la esencia de la vida cristiana. Lo cual nos llega desde inexactas teologías sobre la redención realizada por Cristo. 

En la sociedad europea del siglo XI, cuando el honor debido a los señores había de ser reparado a toda costa, san Anselmo arzobispo de Cantorbery, enseñó: La ira de Dios, ofendido por nuestras culpas, sólo pudo aplacarse al mirar a su Hijo despedazado en la cruz. Más adelante, bajo la influencia protestante, otros predicadores señalaron que Jesús nos redime al sufrir el castigo que los mortales merecemos. Frente a tales doctrinas el Padre Celestial, no sale bien librado. Ese Dios cruel y desmedido en la justicia, no es aquel que Jesús nos describe en sus parábolas. 

Comprendemos entonces que el Maestro no vino a la tierra a morir en la cruz. Su objetivo fue amarnos “hasta el extremo”, como escribe san Juan. Pero las circunstancias sociales y políticas de su entorno lo llevaron a la crucifixión. 

No fue por lo tanto el sufrimiento sino el amor el que hizo redentor su sacrificio. Lo cual concuerda con aquella frase de san Pablo: “Aunque entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha”. 

En consecuencia, a quienes pretenden construir el Reino de Dios mediante el sufrimiento, se les abona su buena voluntad, pero se equivocan de técnica. Ante el amor inmenso de Jesús, nosotros procuraremos imitarle, amándolo a Él y a nuestros prójimos. Aceptando además serenamente los sinsabores que, sin duda, nos reportará este compromiso. 

Conviene aquí clarificar la idea de mérito, algo tan arraigado en nuestra religiosidad cristiana. Las buenas obras valdrán pues ante Dios, no por el sacrificio que nos cuesten, sino por el amor que guarden en su interior. 

Sin embargo, vale reconocer que el sufrimiento, ayer, hoy y siempre es un buen mensajero. Pedagogo además. Sabe entregar los mensajes del Señor, aún en aquellas desconocidas direcciones, donde habitan quienes lo ignoran. Y en muchas ocasiones, el dolor es el único que logra enseñarnos a amar a Dios y a los prójimos.