Una actitud del alma

Domingo XXIII del Tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Mientras Jesús atravesaba la Decápolis, le presentaron un sordo, que además apenas podía hablar y le piden que le imponga las manos”. San Marcos, cap. 7. 


Países como México han desarrollado de forma notable el Lenguaje de Señas, en beneficio de los sordomudos. Un método de comunicación que en tiempos de Jesús nadie imaginaba. Sin embargo, los gestos que emplea el Señor hacia el enfermo que le presentan “camino del lago de Galilea”, se asemejan en algo a aquellas técnicas: Lo aparta de la gente, le mete los dedos en los oídos, le toca con saliva la lengua, mira al cielo dando un suspiro y le dice: Effetá. Palabra aramea que significa. Ábrete. 

El evangelista dibuja aquella correría del Maestro sobre la geografía palestina: Dejando Jesús la comarca de Tiro donde encontró a una mujer cananea, subió hasta Sidón, otro puerto marítimo de Fenicia. Luego cruzó a la derecha y bordeó el monte Hermón, para bajar al lago atravesando la Decápolis. 

Así se llamó entonces el conjunto de diez ciudades, no lejanas del Genesaret, que defendían su cultura griega, mediante el idioma y las costumbres. En varias ocasiones el Señor cruzó esta comarca, pero nunca se detuvo en ella. 

San Marcos señala simplemente que al sordomudo se le soltó la lengua de inmediato y hablaba sin dificultad. No le exige Jesús ninguna confesión de fe, imposible para él. Pudo haberla luego, pero no costa en el texto evangélico. 


El Señor además les manda a los presentes que no cuenten a nadie lo sucedido. Pero ellos desobedecen. Decían asombrados: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. 

Este silencio que el Maestro pide luego de sus milagros, se explica porque algunos lo habrían tenido por un mago. Y de otra parte, sus enemigos se habrían apresurado a matarlo. 

Tal vez no es el caso de pedirle a Jesús que nos sane los oídos y la lengua, pues muchos de nosotros hablamos más de lo necesario. Y escuchamos aún lo inoportuno. Pero sí valdría que el Señor nos enseñara a comunicarnos correctamente. 

Bien sabemos que la comunicación es la herramienta que construye o destruye las comunidades y, puntada a puntada, va tejiendo la historia. Adaptando el texto de Santiago podemos afirmar que “con ella bendecimos al Señor y Padre y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios. De la misma boca proceden la bendición y la maldición”. 

Sin embargo, para una auténtica comunicación no basta el diagnóstico positivo de un fonoaudiólogo, o el ruido concertado de las palabras. Es necesario algo más hondo: Una actitud del alma. 

Sobre esta comunicación, que se apellida diálogo, el papa Paulo VI, hijo de un periodista y él mismo calificado escritor, en su encíclica “Ecclesiam Suam” nos enseña que dialogar, no es tanto hablar al entendimiento, como escuchar el corazón. 

La verdadera comunicación, además, ha de ser transparente, libre de torcidas intenciones. Afable, nunca orgullosa e hiriente. Llena de confianza en su capacidad de anudar los espíritus. Y de modo especial, prudente, teniendo en cuenta las condiciones sicológicas del interlocutor. 

Pero, al igual que en música, para una auténtica comunicación cuentan notablemente los silencios. Francisco Franco acostumbraba repetir: “Soy amo de mis silencios y esclavo de mis palabras”.