Sin contabilidades

Domingo XXV del Tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

Sitio Web

 

 

“Dijo Jesús: El Reino de los cielos se parece a un propietario que, al amanecer, salió a contratar obreros para su viña, ajustándose con ellos por un denario”. San Mateo, cap. 20. 

Pan y un poco de pescado, alguna fruta y legumbres era el menú corriente de un obrero contemporáneo de Jesús. Lo cual podría comprarse con el jornal diario que pagaban los terratenientes. 

Tampoco abundaban entonces las oportunidades de empleo. Cada mañana los desocupados acudían a la plaza, esperando que alguien los contratara. 

Pero Jesús le añade a su parábola elementos quizás inverosímiles. ¿Por qué otros parados se quedan en casa y no acuden a la primera hora en busca de trabajo? 

Porque el Maestro acomoda los relatos a su enseñanza. Aquí señala a los judíos como los primeros llamados, frente a los paganos que llegan a la viña de Dios, al medio día o por la tarde. 

Durante muchos siglos Israel se creyó el pueblo exclusivamente llamado por el Señor. Tal convicción llevó a numerosos judíos a una religión de meras apariencias. Les bastaba ser descendientes de Abraham. Con el correr del tiempo comprendieron que el plan de salvación, explicado luego por Jesús, era un ofrecimiento para todos los hombres, de todas razas, de todos los tiempos.

Además el Maestro quiere motivar a sus discípulos hacia una religión de amor, lejos de toda contabilidad y egoísmo. Destaca la libertad que tiene Dios para repartir sus recompensas. Por la tarde, el mayordomo de aquel amo paga a los obreros con un denario, comenzando por quienes llegaron a última hora: “Id también vosotros a mi viña y os pagaré lo debido”. 

Con cierta razón los primeros contratados reclaman: “Estos últimos han trabajado sólo una hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos soportado el peso del día y el calor”. 

Tal vez no tengamos la culpa, cuando evaluamos nuestras relaciones con el Señor y la recompensa que esperamos en cifras y números. Tradicionalmente la Iglesia nos ha hablado de méritos e indulgencias, traduciendo a un lenguaje demasiado humano, algo que sólo Dios maneja. 

Por lo cual hemos de “levantar el corazón” para superar tales esquemas. Para imaginar la bondad de Alguien que no mantiene libros de “Haber y Debe”. Que en cada ocasión puede decirnos: “¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos?” 

Los teólogos, gentes bien intencionados sin duda, al abordar el tema de la libertad de Dios, se sienten condicionados por su justicia y su misericordia. Entonces nos presentan pálidos bocetos de una idea, en un inmenso campo, donde naufraga nuestra mente.

Preferimos entonces acercarnos al Evangelio, donde Dios absuelve sin más a la mujer pecadora, e invita a una samaritana a hacer parte del Reino. Donde abraza y colma de besos a aquel hijo, que dilapidó toda su herencia en tierra extraña. Donde perdona a Pedro su traición, solamente con una mirada y abre de par en par el cielo al Buen Ladrón. 

A ese Padre, libre del todo para gastar sus riquezas y manifestar su amor, nos acogemos con más alegría y esperanza que al economista acartonado de ciertos autores, cuya bondad pretenden medir milimétricamente. Es hora de amar a Dios, con el alma como un cheque en blanco ante su misericordia.