Miopía y otros achaques

Domingo XXX del Tiempo ordinario, Ciclo B

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Al salir Jesús de Jericó, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús, comenzó a gritar: Hijo de David, ten compasión de mí”. San Marcos, cap. 10. 


Nadie ve con los ojos. Vemos a través de los ojos, afirma un escritor. Pero en el caso de Bartimeo, la oscuridad era completa. El clima ardiente bajo un sol despiadado buena parte del año, el aire cargado de polvo muchas veces e infectado de moscas, propiciaban frecuentes infecciones que terminaban produciendo ceguera. Todavía Fleming no había descubierto la penicilina. 

Jesús sale entonces de Jericó. Y un ciego de nombre Bartimeo está sentado al borde del camino, pidiendo limosna. San Marcos lo señala como el hijo de Timeo, nombre de procedencia griega, al igual que Eutimio o Timoteo. Pudo ocurrir que este hombre y su padre fueran bien conocidos en la primera comunidad, pues los evangelistas no acostumbran precisar los nombres de los curados por el Señor. 

San Mateo, a su vez, nos habla de dos ciegos. Era común que ellos, al igual que los leprosos, sin otro recurso que su mendicidad, se acompañaran en su desgracia. 

Bartimeo algo había oído sobre Jesús, un profeta que hacía andar a los cojos, sanaba los leprosos y daba vista a los ciegos. Pablo dirá luego en su carta a los romanos, que “la fe comienza por el oído”. 

No sabría muchas teologías, pero oyó un tumulto, le dijeron que pasaba Jesús de Nazaret y pensó que había llegado su ocasión. De ahí su grito, donde reúne la fe de un israelita: “Hijo de David” y su personal desventura: “Ten compasión de mí”. 

San Marcos anota que “muchos le regañaban para que se callara”. Pero de inmediato el Señor dice: “Llamadlo”. Y aquellos que le reñían comprenden que ese enfermo es importante para el Maestro. Entonces cambian de actitud: “Ánimo, levántate que te llama”.

El ciego hace luego dos cosas que denotan desmesurada confianza: Suelta el manto. Alguien podría robárselo. Y de un salto se acerca al Señor. Él le pregunta: “¿Qué quieres que haga por ti?”. El enfermo responde: “Que yo pueda ver”. Y Jesús lo cura de inmediato.

En la catequesis tradicional se repetía: “Teme a Jesús cuando pasa”. Pero en este pasaje comprendemos que la cercanía del Señor no es asunto de miedo, sino de confianza. 

Mientras los oftalmólogos nos hablan de miopía y de otros achaques, alguien ha definido la fe como la capacidad de “ver más hondo, más alto y más lejos”.

Valdría entonces un examen sobre nuestra ceguera de corazón, de la cual habla san Pablo a los efesios. Y sobre los deseos que alientan febrilmente en nuestro interior. 

Cecilia Böhl de Faber, escritora española del siglo XIX, nos dejó un cuento sobre una pareja de ancianos que suspiraba diariamente por mejorar su situación. Sin embargo, por su bajeza de miras, una hada buena no pudo auxiliarlos. 

Nosotros podríamos aspirar a algo más. A ejemplo de Bartimeo, podríamos gritar: Mi deseo, Señor, es ver y verte. Que yo pueda evaluar, con sentido evangélico, mi dimensión religiosa y el valor de los bienes que me rodean. Que yo pueda contemplar esta mi vida que se esfuma veloz y el final que se acerca, sin que me tiemble el corazón.