Aquella especie indestructible

Domingo XXXII del Tiempo ordinario, Ciclo A

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Dijo Jesús a la multitud que lo rodeaba: ¡Cuidado con los fariseos!. Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza”. San Marcos, cap. 12.


Los saduceos, un grupo religioso incrustado en las estructuras políticas del tiempo de Jesús, desaparecieron cuando Jerusalén fue destruida, el año 70 de nuestra era. Lo mismo sucedió a los esenios, cuyo monasterio cerca del Mar Muerto fue arrasado por las tropas romanas. Los zelotes, quienes alentaban la subversión contra el imperio, corrieron igual suerte. En cuanto a los fariseos, muchos de ellos murieron muertos o tuvieron que refugiarse en países vecinos. Sin embargo, parece que su especie permanece indestructible. Rediviva en muchos cristianos de hoy. 

A ese grupo de “los separados y los perfectos” Jesús se enfrentó muchas veces, reprochándoles su doblez. “Les encanta, decía el Señor, pasearse con amplios ropajes y que les hagan reverencias en la plaza”. 

Quizás se refería el Maestro a lo vistoso de su atuendo. A los flecos multicolores del manto, adornados de filacterias, pequeños rollos de pergamino con textos de la Ley. Pero san Mateo añade algo peor: “Cuando dan limosna, hacen sonar trompetas para ser alabados por la gente”. 

Y continúa Jesús: “Buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes”. Además: “Devoran los bienes de las viudas con pretexto de largos rezos”. 

Uno sospecha que los evangelistas exageraron estos señalamientos de Cristo. Especialmente san Mateo, quien había ejercido como publicano. Los recaudadores del impuesto a favor de Roma, eran los antípodas de los fariseos. Mas tarde Jesús contará aquella incisiva parábola sobre un fariseo y un publicano que subieron al templo a orar. 

Pero si unimos los diversos textos del evangelio encontramos hasta ocho acusaciones del Señor a ese grupo de los observantes: “Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas”… Las cuales podrían ser la contraparte de las Bienaventuranzas. 

Un sincero examen de conciencia puede mostrarnos que también nosotros exhibimos nuestras buenas obras, pequeñas y grandes, esperando alabanzas y recompensas. Manejamos hábilmente nuestro complejo de superioridad para escalar posiciones y obtener dividendos. Acallamos nuestros remordimientos con prácticas piadosas, siendo injustos con los demás y olvidando a los necesitados. 

Cuenta el evangelista que Jesús, sentado en las escalinatas del templo, frente a las alcancías que recogían la ofrenda para el culto, vio llegar a una viuda. Pobre como la mayoría de aquel tiempo. Aunque la ley las protegía teóricamente, la realidad era otra cosa. 

Una mujer anónima, silenciosa, desvalida. Y el evangelista anota que, mientras los ricos echaban dinero en cantidad, la viuda entregó solamente dos “leptos”, palabra griega que significa moneda delgada. Una pieza de bronce, la fracción monetaria más pequeña. 

Ocho leptos valían un as, el precio de un par de pajaritos en el mercado. Aquellos, de los cuales dice san Mateo, no caen en la trampa de un muchacho sin permiso del Padre de los Cielos. 

Y Jesús, llamando a sus discípulos, les dijo: “Os aseguro que esta pobre mujer ha echado más que nadie en la alcancía”. Continuaba el Señor tergiversando la valoración que nosotros hacemos de lo exterior y lo ostentoso. De las prebendas, los títulos y los honores. Porque la religión limpia e inmaculada, como decían tantas veces los profetas, es algo muy distinto.