Al paso del borrico

Domingo de Ramos Ciclo A 

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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"Entonces fueron los discípulos, trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos y Jesús montó. Y muchos cortaban ramos de árboles y alfombraban el camino". San Mateo, cap. 21.

"El hombre posee regiones del corazón que no existen, mientras no llegue allí el dolor". Lo afirma León Blois.
En nuestro caso, todos guardamos áreas en nuestro interior que continúan siendo salvajes. Aún más, viven en pie de guerra contra los valores cristianos y algunas veces contra  Dios. Aunque camufladas bajo buenas maneras y una imagen social aceptable.

Tan lamentable situación no podría remediarse si el Señor no adelanta una esforzada conquista que rompa murallas, derribe almenas, salve profundos pozos, para rescatar cuanto le hemos usurpado. Sería el trabajo que hace Dios con su mano izquierda, como explica el Padre Ramón Cue en su poema "El Cristo Roto".

Al entrar en Jerusalén, entre las aclamaciones de la gente, el Maestro se declara el Mesías, antes sus enemigos. Ha pasado la noche en Betania y a la mañana, se dirige a la capital con sus discípulos. En la pendiente hacia el Monte de los Olivos, se provee de un pollino, facilitado por alguien de la vecina Betfagé.
San Mateo, quien acostumbra a cada paso referirse al Antiguo Testamento, escribe: "Esto ocurrió para que se cumpliese lo que dijo el profeta: Decid a la hija de Sion: Mira a tu rey, que viene a ti humilde, montado sobre un asno".

Jesús que tantas veces rechazó las ovaciones, aquel día las permite. 
Los numerosos peregrinos que vienen desde el norte a celebrar la Pascua en la capital, comienzan a aclamarlo. Con sus mantos enjaezan el asnillo y
alfombran con el camino. Otros agitan ramos de olivos, algo que para la 
tradición hebrea significaba paz, alegría, triunfo. Mientras la multitud gritaba: "Hosanna al Hijo de David". Una expresión que señalaba al Mesías. "Bendito el que viene en nombre del Señor".
Algunos conocían a Jesús desde meses atrás. Los demás preguntaban asombrados: ¿Quién es éste? Sus paisanos de Nazaret se ufanaban respondiendo: "Es Jesús, el profeta de Galilea". 
Cuya fama había crecido de forma notable por la reciente curación del ciego de nacimiento. Por la resurrección de Lázaro, luego de cuatro días de muerto.

Tan ruidosa manifestación preocupó a las autoridades judías. San Lucas añade que algunos fariseos le rogaron a Jesús hiciera silenciar la turba. Pero Él respondió: "Si estos callan, gritarán las piedras". Sin embargo, unas horas después todo volvió a ser igual.

Nosotros volvemos hoy a leer el evangelio, reconociendo que Jesús es nuestro Salvador. Que a Él hemos empeñado nuestra vida.

Pero lo más urgente es que el Señor penetre a nuestro ámbito interior. 
Allí donde se acunan los miedos y las taras, los dolores inconfesables, los deseos de venganza, los complejos que no nos dejan avanzar.

Quisiéramos, como muchachos callejeros, colarnos entre aquella multitud 
clamorosa. Llegar hasta el pollino que conduce a sus lomos al Mesías, al Hijo de Dios, para rogarle que venga con nosotros. El borrico es muy manso y podremos llevarlo de la brida. No querrán reprendernos los apóstoles, pues un rodeo más en su entrada triunfal, no incomoda al Maestro. Entonces este día será único, 
irrepetible en nuestra historia personal.
Jesús habrá recobrado lo que es suyo.