Venid, adorémosle 

Epifanía del Señor, Ciclo B, 

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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”Entonces unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde ha nacido el Rey de los judíos?. Porque hemos visto su estrella. San Mateo, cap. 2. 

Al toque mágico de nuestra fantasía, aquella visita de unos extranjeros al Niño de Belén, se convierte en un retablo de vistosos colores: Por las estrechas calles de Jerusalén desfila una abundante caravana. Avanzan numerosos criados, detrás de muchos asnos cargados de riquezas. Nobles personajes de lujosos atuendos, sobre poderosos camellos. El rey Herodes con su perversa cara, rodeado por sus consejeros. Y arriba, dominando el paisaje, la misteriosa estrella. Un astro sobre el cual los estudiosos han lanzado incontables teorías. Algunos lo identifican con el cometa Halley. A éste, sin embargo, el papa Calixto III lo excomulgó, considerándolo mensajero del demonio. 

Nosotros, desde la fe, adivinamos la intención de san Mateo, el único evangelista que presenta el suceso. Quería él, frente al egocentrismo del pueblo escogido, señalar que el Mesías llegaba a salvar a todos los hombres, de todos los tiempos, de todas las razas, de todas las culturas. 

El evangelio nos dice sobriamente: “Nacido Jesús en Belén, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén, preguntando: ¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella”. 

Oriente significaba para los judíos de entonces los países situados más allá del Jordán. Que eran tres los misteriosos visitantes se dedujo por los regalos ofrecidos al Niño: Oro, incienso y mirra, los cuales encierran además un valor simbólico. Sin embargo otras iglesias afirman que eran dos, cinco o quizás una docena. 

En nuestra tradición latina se dicen que eran reyes. Así los llamó Tertuliano hacia el año 250 después de Cristo. Pero no costa que Herodes los hubiera recibido como tales. En los pueblos sajones se les conoce más bien como “wise men”, es decir hombres sabios. Y el texto de san Mateo los nombra Magos, aunque no en el sentido actual de esta palabra. Sería más bien de adeptos a una religión que acostumbraba observar las estrellas. 

Los nombres de Gaspar, Melchor y Baltasar sólo aparecen en el siglo VI. Y el que su sepulcro haya estado en Constantinopla, luego en Milán y finalmente en Colonia, nos lo ha obsequiado gentilmente la leyenda.

“Hemos visto sus estrella”, afirman ellos simplemente. Pudo Dios avisarles de modo peculiar el nacimiento de su Hijo. O en su trato con judíos mercaderes habían escuchado sobre el futuro Mesías. Creían los pueblos antiguos que el nacimiento de un personaje estaba siempre precedido por un astro. 

Al llegar los Magos a Belén, señala san Mateo, “entraron en la casa”. Ya José había podido instalar su familia en mejor sitio. “Vieron al Niño con María su madre y cayendo de rodillas lo adoraron”.

La palabra adorar significa de entrada, llevar hasta los labios. Pudiéramos decir que equivale a besar. Los cristianos únicamente adoramos al Dios del Cielo. Pero Él se ha hecho Niño para acercarse hasta nosotros. 

Tal vez nunca hayamos ensayado adorar al Señor. Una actitud que dista mucho del bullicio y de la rimbombancia de ciertos cultos. Consiste más bien en advertir la presencia mansa y salvadora de Dios. Adorar es sentirnos pequeños ante Alguien que es inmenso. Confesarnos desvalidos ante el Todopoderoso. Desear amar sinceramente a Quien nos ama infinitamente.