Tomás y los otros

Domingo II de Pascua, Ciclo B

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Los otros discípulos decían a Tomás: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto la mano en su costado, no creeré”. San Juan, cap. 20. 

Quiso el Señor que fueran Doce. Su número correspondía a los hijos de Jacob, cuyos descendientes dieron origen al pueblo escogido. Ahora Jesús fundaba una nueva nación. 

Su llamamiento lo cuentan los evangelistas, consignando los nombres en idéntico orden y aun los apodos. Once de ellos venían de Galilea, la provincia del norte. Solamente Judas, el que vendió al Maestro, era originario del sur. De Kerioth, una ciudad mencionada de paso en el libro de Samuel. 


Luego de la crucifixión del Maestro, el grupo regresó al cenáculo para compartir sentimientos y expectativas. Menos Tomás, quien no estuvo con ellos. Y cuando sus colegas le dijeron: “Hemos visto al Señor”, les respondió: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto la mano en su costado, no creeré”. 

Con razón muchos comentaristas, aparte de indicar que a Tomás lo llamaban “El Mellizo”, lo señalan como incrédulo. ¿Pero los otros diez creyeron de inmediato? No lo sabemos. Tendrían que sopesar los emotivos comentarios de unas mujeres que fueron al sepulcro. Evaluarían el testimonio de Pedro, que había negado al Señor, aunque tal vez no lo expresaron para no herir. Tratarían de vencer el desencanto que les llenaba el alma, juntando los anuncios hechos por el Maestro en repetidas ocasiones, con los signos que ahora iban descubriendo. Y al fin creyeron. 

Sólo que el proceso de Tomás fue más lento, pero en cierto modo más humano. Más parecido al nuestro. Resiste las presiones del grupo y se blinda en su trinchera: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos…no creeré”. 

Los cristianos de hoy podemos alinearnos con Tomás, o en el grupo de los otros apóstoles, según la rapidez de nuestra maduración cristiana. Pero el Señor ofrece a todos un encuentro constructivo y gozoso, aunque muchos seamos peritos en las artes del esguince. Sin embargo, Él siempre ganará la partida. Así sea en la penumbra de la hora final. 

El relato evangélico presenta los hechos de forma detallada: A los ocho días, Tomás sí estaba con ellos. Volvió al cenáculo con su problema a cuestas. Quizás quería creer, pero no le halagaba una fe masiva. 

De pronto, Jesús se hace presente y su mirada busca los ojos de Tomás, mientras desafía sus argumentos del Mellizo: “Trae tu dedo, acá tienes mis manos…trae acá tu mano”. 

San Juan conserva el reproche de Jesús: “Porque me has visto has creído”. La fortaleza del incrédulo se vino a tierra. No cuenta el evangelio si se acercó, o no, para tocar el cuerpo del Resucitado. Nos gustaría haber copiado para la posteridad la expresión del apóstol. Y añade el evangelista una alabanza para nosotros: “Dichosos los que crean sin haber visto”. 

Todo terminó con las palabras conmovidas del apóstol: “Señor mío y Dios mío”. Una jaculatoria que los creyentes hemos repetido millones de veces. Una frase que cada quien podrá traducir a su modo, cuando advierta que se ha encontrado cara a cara con Jesucristo, en las buenas o en las malas.