Amigo, la resonancia

Domingo de Pentecostés, Ciclo A, B y C

Autor: Padre Gustavo Vélez Vásquez (Calixto)

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“Al anochecer de aquel día, primero de la semana, entró Jesús y se puso en medio de sus discípulos. Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo”. San Juan, cap. 20. 

Un estudiante buen músico además, deseaba comprar una guitarra. Buscó entonces a un conocido fabricante, el cual le ofreció tres ejemplares de hermosa contextura y admirable sonido. Sin embargo, cuando se habló de precios, el comprador se sorprendió: - Demasiado caras, maestro. Pero el artesano replicó: - Pudiera ser, amigo. Pero aquí cuenta ante todo la resonancia. 

La Biblia y los autores religiosos nos hablan de las formas como el Señor resuena en la cada uno de nosotros, en la creación y en la historia. Con estos elementos se ha articulado una teología inmensa y profunda sobre el Espíritu de Dios. Sobre la acción del Espíritu Santo. 

De otro lado los hebreos, cuando explicaban la influencia, la proyección del Creador sobre el mundo, usaron la imagen del aliento. Ellos imaginaban que éste nacía del corazón. “El soplo de Dios se cernía sobre las aguas”, leemos en el Génesis. 

Más adelante se acostumbró ungir con aceite a los profetas y a los reyes. Y también los altares. Para indicar que el aliento del Señor estaba en ellos. Aliento que dio al pueblo fortaleza en medio de innumerables peripecias. 

Sobre ese hálito de Dios habló Jesús a sus seguidores muchas veces. Especialmente en el sermón de despedida. Señaló entonces que luego les enviaría una fuerza que Él llamó Espíritu de Verdad, Consolador, Defensor. Sin embargo hubo necesidad de un signo más expreso, para que los discípulos entendieran todo esto. 

Al finalizar las cosechas, cincuenta días después de la Pascua, los judíos celebraban Pentecostés, una fiesta de acción de gracias. Cuando los sacerdotes ofrecían en el templo panes preparados con la harina nueva, en medio del regocijo popular. 

Luego de la Ascensión del Señor los discípulos continuaron en Jerusalén de forma clandestina, sin atreverse a iniciar ninguna tarea. Diríamos que hilvanaban sus memorias, tratando de clarificar el futuro. 

Entonces Dios se les mostró de manera sensible, como cuenta san Lucas: “De repente un ruido del cielo como un viento recio resonó en toda la casa. Y vieron aparecer unas como llamaradas, que se posaban encima de cada uno. Y se llenaron todos de Espíritu Santo”. 

Esto correspondía a otra escena ocurrida en el mismo lugar, semanas antes: “Al anochecer del día primero de la semana, el Señor resucitado llegó al recinto, estando cerradas las puertas y exhalando su aliento sobre los discípulos, les dijo: Recibid el Espíritu Santo”. 

Todos los creyentes, con mayor o menor claridad, hemos sentido que Dios influye en nuestras vidas. Su resonancia nos ha hecho vibrar cuando nuestra maldad no lo impide. Lo cual san Pablo consignó en sus escritos, al codificar los resultados de ese aliento divino que transforma el corazón: Los dones y los frutos del Espíritu Santo. 

Con razón la poesía religiosa ha rimado en bonitas estrofas esa presencia transformante. Y la ha llamado Lumbre, Consuelo, Descanso, Calor, Purificación, Brisa. Expresiones inexactas además, como las del lenguaje del amor. Como los términos del lenguaje teológico. 


Pero también nosotros podemos replicar: Amigos, cuando hablamos de Dios lo que cuenta, ante todo, es su misteriosa resonancia.