Encuentros con la Palabra

Domingo XI del Tiempo Ordinario, Ciclo A (Mateo 9,36-10,8) 

Autor: Padre Hermann Rodríguez Osorio, S.J.

“Como ovejas que no tienen pastor”


“Todos los días del año, sin importar el sol o la lluvia, lo veía pasar junto a mi casa. Varias veces al día..., como el que nada o mucho tiene que hacer. De color ajado, descolorido y con mugre acumulada desde las últimas lluvias. De lomo esquelético y vientre abultado –vivero de parásitos– siempre deambulando en soledad desconfiada. Sobre un fondo de miedo, en su mirar indiferente, dejaba traslucir destellos de tierna bondad y hambre de caricias. Ciertamente era, y es, un marginado del amor. Me estoy refiriendo a uno de los perros callejeros del barrio. Por no tener, ni dueño tenía. Nadie lo llamaba. En tercera persona lo conocíamos despectivamente por «El Pulgas». Su pedegree..., como el de tantos otros. Madre callejera que paría por hambre. Concebía, insensible a la emoción, mientras roía un sucio hueso adobado en polvo o barro, según las estaciones. Paría sin orgullo. Amamantaba hasta donde sus lacios senos respondían –era bien poco– transmitiendo en herencia fatal, su endémica parasitosis. «El Pulgas» nunca supo de ternuras acariciantes. Su única tenue y, ya olvidada, experiencia de relación amorosa –época de amamantamiento– fue abortada por exigencias de la supervivencia. Cada uno, madre e hijo –con dolor traumatizante para «El Pulgas»– cogió por su lado a buscar vida.

En cierta ocasión creyó encontrar la seguridad de un hogar. Su esperanza se quebró pronto, cuando descubrió que –a cambio de unas recortadas sobras de comida– le exigían acabar con un nido de ratas sobrevivientes de un envenenamiento colectivo. Salió de la casa apaleado, intoxicado y casi sin fuerzas. Las hierbas y el instinto de conservación sirvieron de médico y medicina. Al principio, todos se apartaban de él con gesto de asco. La lluvia de piedras y crueles patadas de la chiquillería, le enseñaron a apartarse él mismo con el rabo humillado entre las patas.

Un día dejé de verlo. Me contaron, no sé si será cierto, que habían venido los de la higiene y amarrado lo habían llevado a la perrera a compartir sus mugres y frustraciones con otros perros contaminados. Me dice quien lo ha visto –no me constar y de pronto no deja de ser un chisme más– que está desconocido. Más solitario que nunca. Que aúlla como los coyotes –lamento hecho aria trágica– y que pasa asomado a los barrotes de la jaula atisbando en busca de lo único que le pertenecía: un residuo de libertad. Nota: Cualquier semejanza de «El Pulgas» con el «El Batea», el «Mano fina», «El Camote», «El Mico» o «El Marcado», chiquillos de mi barrio, es pura coincidencia” (LUIS AROCENA PILDAIN, Hora de Dios, hora del pobre: Vida Nueva, No. 1464, 1985, p. 183).

“Al ver a la gente, sintió compasión de ellos, porque estaban angustiados y desvalidos, como ovejas que no tienen pastor”. Es comprensible que Jesús dijera, enseguida, a sus discípulos: “Ciertamente, la cosecha es mucha, pero los trabajadores son pocos. Por eso, pidan ustedes al Dueño de la cosecha que mande trabajadores a recogerla”. Y, diciendo y haciendo: llamó a sus doce discípulos, dándoles “autoridad para expulsar a los espíritus impuros y para curar toda clase de enfermedades y dolencias”. Y san Mateo nos presenta la lista de los primeros escogidos para llevar adelante esta tarea... Hoy tu y yo estamos también en esta lista. Todos somos servidores de la misión de Cristo en esta tierra. Si te encuentras en tu camino con un ser humano que ha vivido una experiencia parecida a la de «El Pulgas», no voltees la cara para mirar a otro lado; escucha a Jesús que nos dice “Sanen a los enfermos, resuciten a los muertos, limpien de su enfermedad a los leprosos y expulsen a los demonios. Ustedes recibieron gratis este poder; no cobren tampoco por emplearlo”.