XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Amós 6, 1. 4-7. Primera Carta de San Pablo a Timoteo 6, 11-16. Lc 16, 19-31 

En las primera lectura bíblica de este Domingo (Amós 6, 1. 4-7) retomamos la denuncia profética de Amós contra los ricos que sintiéndose seguros y confiados frente al Señor en el día del juicio, olvidándose de los pobres, viven en la abundancia y haciendo fiestas y orgías. El profeta les amenaza con el castigo de Dios.

El mismo contraste entre los ricos y los pobres se hace patente en la parábola de Jesús sobre el hombre rico y el pobre Lázaro que nos relata San Lucas al final del capítulo 16 de su Evangelio, formando ésta un todo sobre la justicia social junto a la parábola  del administrador deshonesto pero astuto y las máximas sobre las riquezas que leímos el domingo pasado.

En la parábola del administrador deshonesto pero astuto (Lc. 16, 1-8), así como en la parábola del padre misericordioso (Lc. 15, 11-32) sobre el rico indiferente y el pobre Lázaro, todavía hay tiempo para la reflexión y la conversión. Así, el hijo menor que se fue de casa recapacita y dice: “Volveré a la casa de mi padre”; y el administrador que había sido deshonesto se dice: “Ya sé lo que voy a hacer para que al dejar este cargo haya quienes me reciban en su casa”. En la parábola sobre el hombre rico y el pobre Lázaro el tiempo de la conversión ya venció, y se trata de lo que ocurre después de la muerte tanto con el hombre rico indiferente frente al pobre como con Lázaro, el pobre que yacía junto a su puerta. Ya no es tiempo para la súplica que hace el mal rico a Abraham: “ten piedad de mí y envía a Lázaro…” (Lc. 16,24).

Ambos murieron (el pobre murió, el rico también murió; de la muerte nadie escapa), pero mientras el rico se halla en la morada de los muertos (en el infierno) en medio de tormentos, Lázaro fue llevado junto a Abraham y los Patriarcas a compartir el banquete del reino, rodeado de consuelos.

“Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en éste les falte, ellos los reciban en las moradas eternas” decía Jesús según leímos el domingo pasado en Lc. 16,9. Después de la muerte ya no puedes llevarte nada del trigo y los bienes acumulados en los graneros (“Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?” Lc. 12,16-21). Lázaro fue llevado por los ángeles al “seno de Abraham”, a las “moradas eternas”.

La parábola muestra el contraste del destino del rico malo y del pobre Lázaro. Lo que condenó al hombre rico que vivía de banquete en banquete (suena como la denuncia del profeta Amós) fue su indiferencia con el pobre Lázaro que estaba tirado frente a su puerta cubierto de llagas, hambriento mientras el rico estaba lleno hasta el hartazgo. El rico malo que tuvo bienes en vida obtuvo tormentos después de su muerte; Lázaro, en cambio, que en vida recibió males, encontró su consuelo.

Ya había dicho Jesús: “¡Felices Ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!...Pero ¡ay de Ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo” (Lc. 6, 20.24).

Entre ambos hay un gran abismo infranqueable; por ello Abraham no puede enviar a Lázaro, sentado en la mesa del banquete del reino, para refrescar la lengua del rico atormentado por el fuego en el infierno. Un gran abismo había ya entre el rico sentado a la mesa de sus banquetes terrenales que se había negado a ayudar a Lázaro tirado fuera de su casa y a compartir  su abundancia con Lázaro indigente. El pobre estaba junto a su puerta; no podía el rico excusarse en su ignorancia y decir que no le había visto (San Juan Crisóstomo; Catena Aurea). Había un abismo entre el rico dentro de su casa y Lázaro que yacía fuera, pero el rico, si hubiera querido ayudarle, podía cruzar ese abismo que lo separaba de Lázaro. En cambio, después de la muerte, el abismo que lo separa de Lázaro es tan grande que es imposible recibir de Lázaro ayuda alguna.

El rico condenado representa la seguridad y el orgullo que tenían aquellos fariseos que querían hacer prevalecer su propio concepto de justicia a la justicia divina (San Agustín, Catena Aurea). Se creían mejores por ser ricos.

La segunda súplica que hace el rico a Abraham, ya que su tardío arrepentimiento no le servía para aliviarle a él sus tormentos, es que envíe a Lázaro a casa de sus padres para prevenir a sus hermanos ricos, que evidentemente llevaban su mismo estilo de vida, para que cambien de conducta cuando todavía hay tiempo y eviten ese destino en el infierno.

“Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen”. La ley de Moisés manda proteger a los pobres y los profetas exhortan a compartir y acoger a los indigentes. Hemos recordado hoy el mensaje del Profeta Amós.

Insiste el rico: “Si alguno de los muertos va a verlos, (mis hermanos) se arrepentirán”. Y Abraham respondió: Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán” (Lc. 16, 30-31).

“Tienen a Moisés y a los Profetas”. En el relato de la aparición de Cristo resucitado a los discípulos de Emaús (Lc. 24, 13-32), San Lucas retomará esto. Quienes no habían reconocido a Jesús en el camino, lo reconocen cuando, en la mesa, parte el pan y se los da, y toman conciencia entonces de cómo ardían sus corazones cuando les explicaba las Sagradas Escrituras, “comenzando por Moisés y continuando con todos los Profetas” lo que se refería a Él. “Tienen a Moisés y a los Profetas”. Esto parece ser más convincente que su propia Resurrección. “Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los muertos, tampoco se convencerán” (Lc. 16,31).

El pobre Lázaro representa al mismo Jesús, cubierto de llagas, yaciente en la cruz (San Agustín, Catena Aurea) a quien sus discípulos a veces no reconocemos, porque no somos auténticos discípulos a la escucha ardiente de su Palabra, la Sagrada Escritura, ni compartimos con Él el Pan de la Eucaristía, como los discípulos de Emaús, ni el pan de nuestros bienes con el pobre. No le reconocemos…