XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4;Segunda Carta de San Pablo a Timoteo 1, 6-8. 13-14; Lc 17, 5-10

El justo vivirá por su fidelidad

La primera lectura bíblica  es un extracto de los Capítulos 1 y 2 del texto del Profeta Habacuc.

Habacuc  es un profeta del siglo VI antes de Cristo.  A diferencia de los otros profetas, que se dirigen en nombre de Dios al pueblo para reprocharle sus infidelidades y amenazarle con el castigo de Dios, Habacuc se destaca porque más bien le habla al mismo Dios en defensa del pueblo sometido a la injusticia. Le presenta a Dios varias quejas o reproches, a las que Dios responde con oráculos en los que anuncia el fin de esos males que afligen al pueblo.

Y se establece así un diálogo entre el profeta y Dios, el profeta le presenta una queja y Dios le responde, habla el profeta y habla Dios. Como otros profetas, Habacuc se presenta como centinela de Israel, en su puesto de guardia, a la espera de la respuesta de Dios a su clamor orante, porque la palabra de Dios cuando llega sorprende por lo imprevisto (Habacuc 2, 1, versículo que no se proclama en la liturgia de hoy).

¿Cuál es el motivo de las quejas del profeta? Saqueo y violencia, contiendas y discordia; el impío asedia al justo; no se respeta la ley ni los derechos; no hay justicia, o más bien hay una justicia pervertida (Habacuc 1, 3-4). Probablemente el profeta se refiere a la opresión de los caldeos, que en el año 587 antes de Cristo destruyeron el reino de Judá. Los caldeos, paganos (los “impíos”), son los que no tienen el alma recta, y sucumbirán, mientras que en el oráculo Dios se refiere a los miembros de su pueblo llamándole justos, y afirma Dios que “el justo vivirá por su fidelidad” (Habacuc 2, 4).

La queja del profeta se expresa ante Dios en términos duros: “¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que tú me escuches, clamaré hasta ti ¡Violencia! sin que tú salves? ¿Por qué…te quedas mirando la opresión?” (Habacuc 1, 2-3). Habacuc le reprocha a Dios que se demora en escuchar su pedido de socorro y no acude a salvar a su pueblo, que se queda mirando la opresión, indiferente, sin comprometerse, como si estuviera el teléfono celular apagado o pusiera un contestador automático sin devolver las llamadas.

Dramática versión del planteo y cuestionamiento constante que el hombre hace a Dios sobre el problema del mal con sus consabidas preguntas: ¿Por qué? ¿Hasta cuándo?.  Los interrogantes surgen una y otra vez, aún cuando podamos llegar a vislumbrar que al mal Dios nunca lo quiere directamente, porque si existe el mal no es porque escapa a la omnipotencia de Dios impedirlo sino porque por un bien mayor al menos lo permite y tolera. Dios parece como que se queda mirando de brazos cruzados mientras sucumbimos ante el mal. Lo mismo estas preguntas siguen golpeando: ¿Por qué? ¿Hasta cuándo?

Y le responde Dios a Habacuc que no se ha olvidado de su pueblo y que el tiempo de la liberación de la injusticia ya tiene fecha confirmada en la agenda divina: “no fallará…ciertamente vendrá…no tardará” (Habacuc 2, 3).

Lo que pide Dios a su pueblo es que se fíe de Él, de sus promesas. “El que no tiene el alma recta, sucumbirá, pero el justo vivirá por su fidelidad” (Habacuc 2, 4).

A la fidelidad de Dios a sus promesas, que como roca firme nunca falla, aunque parece muchas veces demorarse en acudir en nuestro auxilio, el Dios de la Alianza pide la contraprestación de la fidelidad del hombre. “El justo vivirá por su fidelidad” (Habacuc 2, 4). Vivirá porque se fía de la palabra de Dios que no pasa, que no es efímera, porque cree y confía en sus promesas. 

La fe es un don de Dios

El pasaje del evangelista San Lucas que hoy hemos proclamado comprende dos partes: por un lado lo que Jesús respondió a sus Apóstoles sobre el poder de la fe cuando ellos le dijeron “auméntanos la fe”; enseguida, la parábola de Jesús que podríamos llamar parábola del servidor humilde. Podemos reconocer un nexo entre ambas partes de estos versículos del capítulo XVII del evangelio de Lucas.

“Los apóstoles le dijeron al Señor: «Auméntanos la fe.» El respondió: «Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: "Arráncate de raíz y plántate en el mar," ella les obedecería.” (Lc. 17, 5-6).

Indudablemente la liturgia de la Iglesia nos invita a relacionar la fidelidad del justo del profeta Habacuc con la fe cuyo aumento piden los Apóstoles a Jesús.

Debemos ser fieles a Dios, fiarnos de sus palabras y promesas, pero nos encontramos con la dificultad que seguramente advirtieron los Apóstoles, la deficiencia nuestra. Ante ella, los Apóstoles hicieron lo correcto, acudieron a Jesús para pedir por su intermedio el aumento de la fe. Y Jesús les responde con esta comparación. Y les quiere decir que, respecto de la fe, nunca se trata de un incremento o aumento cuantitativo. Hacen bien los Apóstoles en pedir la fe, porque la fe es un don divino, un regalo que se recibe gratis de Dios y que supera la capacidad y la fuerza del hombre así como la misma lógica racional que explica el suceder de las cosas. Por eso, no importa si la fe es tan pequeña como una semilla, como el grano de mostaza; si los Apóstoles tuvieran una fe así, tendría eficacia hasta para lo que parece imposible para el hombre, como arrancar un árbol de la tierra y plantarlo en el mar.

La fe no es talismán para apurar los tiempos de Dios aún cuando estamos en medio de males e injusticias incomprensibles. La fe no es una varita mágica para plantar árboles en el mar, para disponer del poder de Dios a nuestro antojo. La fe nos hace fiarnos de Dios; aún cuando por el momento no comprendamos del todo sus designios, nos ayuda a someternos a Su voluntad porque creemos que Él nunca quiere sino nuestro bien. 

En la parábola del servidor que al volver de su trabajo en el campo, después de haber cumplido lo que su patrón le había encomendado no espera especial recompensa porque no hizo otra cosa que cumplir con su deber, podemos encontrar una alusión a la humildad con la que hay que pedir el don de la fidelidad a Dios. Nuestra fidelidad no es algo que el servidor puede ganar con sus propios méritos, es siempre algo que supera su capacidad y no le es debido, no salario que le paga Dios, es un regalo y una gracia de Dios.

Nosotros, como justos que no queremos sucumbir sino vivir por la fidelidad, también debemos pedir esa fidelidad. Pedirla en la oración, incansablemente, como centinelas a la escucha de la respuesta de Dios (como el profeta Habacuc). Pedir la fidelidad, la fe, a través de Jesús, que fue el Servidor Fiel que se fió de Su Padre y fue fiel hasta la muerte y muerte en la cruz.

Con la ayuda de Aquella que con su “Hágase en mí según tu Palabra”, se fío de Dios, lo esperó todo de Dios, y que se auto definió la SERVIDORA del Sr., y fue la servidora humilde, y por eso Dios hizo en ella grandes cosas.