II Domingo de Adviento, Ciclo A

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

Sitio Web

 

 

Isaías 11, 1-10; Carta de san Pablo a los cristianos de Roma 15, 4-9; Evangelio según san Mateo 3, 1-12

Leemos hoy en el evangelio según san Mateo:

“En aquel tiempo, se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: «Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca»”.

“En aquel tiempo”.

Con estas palabras genéricas, sin mayor precisión histórica (que sí nos da el texto paralelo de Lucas) nos introduce Mateo al inicio del ministerio público de Jesús y es como una transición o puente que une los textos que siguen con los de la infancia de Jesús.

“Se presentó Juan el Bautista”.

Sorpresiva y novedosamente aparece la figura de Juan Bautista, quien no había sido antes mencionado en los relatos que hace Mateo de la infancia de Jesús. Juan el Bautista, “el hijo de Zacarías”, escribirá san Lucas, para que haya certeza de su identidad. Juan, apodado y conocido ya como “el Bautista”, por el bautismo de agua que daba a quienes acudían a él arrepentidos y confesaban sus pecados.

“Proclamando en el desierto de Judea”.

En el desierto, donde Dios tantas veces había hablado a su pueblo, en continuidad con la historia antigua; en el desierto, donde Juan se había retirado. En el desierto, no en el templo, como un signo de la novedad que proclamaba Juan y que vendría no por él sino por Aquel de quien se presenta como heraldo y precursor.

“Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está cerca”.

Son las mismas palabras que usará Jesús al iniciar su ministerio en Galilea (Mt. 4, 17). Porque el ministerio de Juan prepara el ministerio de Jesús.

El Reino de los Cielos, o sea: el Reino de Dios (expresión equivalente, concesión a los judíos que evitaban pronunciar el nombre de Dios). Los tiempos mesiánicos prometidos y largamente esperados. ¡Está cerca! Juan es un Profeta que anuncia al Señor que viene. Pero no es cualquier Profeta. A él le toca proclamar la proximidad, la cercanía o inminencia del Reino. ¡Está cerca! ¡Está ya presente!

Y por eso mismo: ¡Conviértanse! O sea: renuévense, cambien de conducta, de vida, y de mentalidad, hagan penitencia por sus pecados, prepárense.

“A él se refería el profeta Isaías cuando dijo: Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”.

El autor inspirado, interpretando la Sagrada Escritura, aplica a Juan Bautista lo que había dicho el Profeta Isaías. “A él se refería”, a Juan el Bautista. “Una voz grita en el desierto”.  “En el desierto” también Juan Bautista. Como los heraldos de los antiguos reyes que se adelantaban pregonando y anunciando su visita para que sus súbditos le prepararan los caminos y senderos de acceso; Juan Bautista proclama la cercanía del Reino de Dios.

“Juan tenía una túnica de pelos de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre”. 

Cual un retrato pintado de Juan, por el evangelista conocemos cómo vestía y comía sobriamente el Bautista.  Su vida austera acreditaba su predicación y mensaje. Y por ese modo de presentarle, Mateo le está comparando con otro Profeta, Elías, que así aparece vestido (2 Reyes 1,8: “llevaba una piel ceñida con un cinto de cuero”).

A él se refería Isaías. Se parece a Elías. Se parece a Elías, profeta que según la tradición judía volvería como precursor para preparar la venida del Reino, como escribe Malaquías, quien pone en boca de Dios estas palabras: “Yo les enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día del Señor (Mal. 3, 22).

Juan Bautista pertenece al grupo, línea histórica o tradición de los Profetas que anunciaron la venida del Mesías. Es como un eco de los Profetas del Antiguo Testamento.

“La gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán iba a su encuentro, y se hacía bautizar por él en las aguas del Jordán, confesando sus pecados”.

El bautismo de Juan era diferente a otras abluciones meramente rituales comunes por aquel tiempo. Con todo, el bautismo de Juan no era todavía el bautismo sacramento que instituiría Jesús. El bautismo de Juan era un bautismo de preparación, provisorio, no definitivo, un bautismo de purificación de los pecados para disponer mejor a la llegada inminente del Mesías. Juan lo tiene claro y lo dice claramente:

“Yo los bautizo con agua para que se conviertan; pero aquel que viene detrás de mí es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de quitarle las sandalias. El los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”.

El suyo es un bautismo con agua; Jesús bautizará en el Espíritu Santo y el fuego. El agua es fuente de vida, de nuevo comienzo, también el agua del río Jordán y el bautismo de Juan. El agua y el fuego purifican pero el fuego purifica más que el agua. El bautismo de Jesús no es sólo un bautismo con agua sino que bautizará en el fuego. Y dice también: “en el Espíritu Santo y el fuego”. En el viento y soplo, que también barre, despeja y limpia, en el soplo vivificador del Espíritu Santo. Es el viento que atizará el fuego y aventará el trigo para trillarlo (Is. 41, 15-16).

El que viene detrás de mí no es inferior a mí, dice Juan, sino más poderoso, y yo ni quiera puedo estar a la altura para cumplir ese oficio propio de los esclavos: quitarle las sandalias a su señor.  Con esta fuerte expresión Juan manifiesta la diferencia y distancia que hay entre el Mesías y él.

El “detrás de mí” no parece señalar sino el crescendo de la historia de la salvación desde los Profetas antiguos, del cual Juan es el último, hasta el Señor Jesús. “Detrás de mí” indica, pues, a la vez la continuidad y lo nuevo que la supera.

Él vendrá como Juez. El que juzga no es Juan sino el Mesías próximo. Y el juzgar es propio de Dios. Juan anuncia la cercanía del Reino de Dios y de un Mesías Rey que vendrá a juzgar y discernir las conductas según el bien y el mal que se manifiestan ante la conciencia (el buen fruto del árbol que no es cortado, el trigo separado de la paja que se quema).

Este Juez juzga según el bien y el mal que Él mismo, y no otro,  constituye. Es un juicio que se inicia con la primera venida del Señor y llegará a su madurez y plenitud cuando Él vuelva al fin de los tiempos.

Se trata acá de otro fuego. No es el fuego del bautismo que purifica sino el fuego que no se apaga y que consume lo que no fue purificado. Se trata del fuego escatológico que aparecerá en las parábolas de Jesús sobre el juicio final (de la cizaña: Mt. 13, 24-30.36-43; del juicio de las naciones Mt. 25, 31-45). La del juicio final no es una destrucción total y definitiva sino que se trata de destruir para reconstruir, como cuando se demuele un viejo edificio en ruinas para levantar otro nuevo.

Escribe sobre el juicio final el Papa Benedicto XVI en su Encíclica “Spe Salvi (2007) sobre la esperanza cristiana: “La imagen del Juicio final no es en primer lugar una imagen terrorífica, sino una imagen de esperanza; quizás la imagen decisiva para nosotros de la esperanza. ¿Pero no es quizás también una imagen que da pavor? Yo diría: es una imagen que exige la responsabilidad.”

Por eso,  mientras hay tiempo, Juan Bautista llama a la conversión:

“Al ver que muchos fariseos y saduceos se acercaban a recibir su bautismo, Juan les dijo: «Raza de víboras, ¿quién les enseñó a escapar de la ira de Dios que se acerca? Produzcan el fruto de una sincera conversión, y no se contenten con decir: "Tenemos por padre a Abraham". Porque yo les digo que de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham”.

Muchos fariseos y saduceos se contaban entre aquella “gente de Jerusalén, de toda la Judea y de toda la región del Jordán (que) iba a su encuentro” (de Juan).

El Día de Dios (la ira), la era mesiánica, se acerca. No se podrá huir de ese Día. El buen fruto del árbol que no es cortado y quemado es la sincera conversión. Muchos fariseos y saduceos que acudían a recibir el bautismo de Juan no estaban bien dispuestos. Juan les llama “raza de víboras”.

No basta pertenecer al pueblo elegido, al pueblo de Abraham, para considerarse seguros y a salvo, hace falta además una sincera conversión. Estos personajes, fariseos y saduceos, entran por primera vez en escena en este pasaje; ellos, aunque rivales entre sí, de ahora en más se complotarán contra Jesús.

La invitación a la conversión, como la salvación, está dirigida primeramente a los miembros del Pueblo de Israel pero no exclusivamente a ellos sino a todos los hombres. Por eso dice Juan: “de estas piedras Dios puede hacer surgir hijos de Abraham”. Pertenecer al Pueblo Elegido no está reservado al Pueblo de Israel (representado aquí por los fariseos y saduceos). Todos serán salvados, todos debemos convertirnos.

A partir del juicio de la conciencia moral, conforme el bien y el mal, la conversión debe obrar un cambio moral de la conducta en proyección hacia el futuro.

La figura del Bautista, que reencontramos todos los años en este tiempo litúrgico del Adviento, no es la protagonista del evangelio. Juan es como el presentador que introduce a otro más importante, el protagonista, que entra en escena después de él. Juan es el Precursor y Jesús el Mesías esperado. Él es más grande e importante que Juan. Nuestro centro de atención y expectativa ha de ser, pues, el Señor Jesús, nuestro Salvador. Él es quien está ya cerca y viene a nosotros en la próxima Navidad.

Y en este Adviento resuena fuertemente la invitación que nos hace Juan Bautista a la conversión sincera.