II Domingo de Cuaresma, Ciclo A
Mateo 17, 1-9: La Transfiguración
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Génesis 12, 1-4a
En el segundo domingo de
la Cuaresma, leemos anualmente uno de los relatos evangélicos de la
Transfiguración del Señor Jesús. Este año se proclama la versión del evangelista
san Mateo.
La Cuaresma es un
itinerario litúrgico hacia la Pascua.
El episodio se
ubica cronológicamente al final del ministerio público de Jesús,
después del primer anuncio que hace de su Pasión,
Muerte y Resurrección en Jerusalén (Mt. 16, 21), y
antes del viaje final que emprende hacia Jerusalén,
hacia su Pascua.
Éste es también
el camino de la vida de todo discípulo de Jesús.
Como en el misterio de Jesús son inseparables su cruz y su gloria, así también
en sus discípulos.
Es un
camino de fe en el cual al
discípulo se le va manifestando gradualmente el misterio de Jesús. Es una marcha
(como la de la Cuaresma hacia la Pascua), que el discípulo debe seguir
obedeciendo a Dios con plena confianza.
Éste el sentido de la inclusión como primera lectura de este domingo, del
relato del Génesis de la vocación de Abraham
(12, 1-4).
En el
camino de la obediencia al Padre,
seguimos a Jesús (recordamos el domingo pasado cómo por obediencia a la voluntad
del Padre, Jesús siguió el camino del Mesías Siervo y rechazó las tentaciones
del demonio hacia un mesianismo glorioso que excluyera la cruz). Por ello, en el
centro del texto, la voz del Padre que reconoce a Jesús como su Hijo muy amado
manda escucharle, o
sea, seguir su camino de obediencia filial a Dios.
Refiriéndose a la
voz del Padre en la Transfiguración de Jesús, escribe Tomás de Aquino, que Él es
precisamente el Verbo,
la locución eterna del Padre,
y compara estas palabras del Padre con el acto
eterno por el cual el Padre Dios engendra a Su Hijo.
De esto se sigue
que hay una indudable relación entre la
Transfiguración del Señor y el Bautismo, el
Bautismo de Jesús y nuestro propio bautismo sacramental. La voz que el
Padre Dios hace oír en el Bautismo de Jesús dice las mismas palabras: “Éste es
mi Hijo querido, mi predilecto” (Mt. 3, 17), a las que en la Transfiguración
agrega “Escúchenlo” (Mt. 17, 5). Por el Bautismo heredamos de Jesús, por
adopción, la condición filial.
El signo de la luz en la liturgia bautismal nos recuerda también al Señor
Transfigurado de quien todo bautizado debe ser reflejo.
También los
vestidos blanqueados en la Transfiguración aluden a los vestidos blancos de los
elegidos lavados en la sangre del Cordero, según el Apocalipsis. De esta forma,
también el rito bautismal de la vestidura blanca, se refiere al vestido original
del que fuimos despojados por el pecado y que éste sacramento nos devuelve. Por
el Bautismo somos “revestidos de luz con Jesús y nos convertimos nosotros mismos
en luz”.[1]
La Transfiguración en lo alto de la montaña (el Tabor, según la tradición) fue una anticipación, provisoria y breve, de la gloria de la Resurrección del Señor. Por eso Jesús, mientras bajaban del monte, les encomendó a sus apóstoles que no hablaran a nadie de esa visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos (Mt. 17,9).
Y el sentido de
esta manifestación del Padre, es, sin duda, ante la inminencia de la Pasión y
Muerte del Señor, la de fortalecer al mismo
Jesús. El evangelista san Lucas (Lc. 9, 31),
en el texto paralelo a Mateo, escribe que con Moisés y Elías Jesús
hablaba de su partida, su éxodo,
que se iba a consumar en Jerusalén, o sea de su
muerte (sólo Lucas señala de qué hablaban).
La Transfiguración es la respuesta robustecedora
que el Padre dirige a Jesús.
“Moisés y Elías
recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora están en coloquio con Aquel
que es la revelación en Persona”. Moisés y Elías hablan
con Jesús. Moisés y Elías
hablan de Jesús.
Moisés y Elías hablan con Jesús “lo que el Resucitado explicará a sus discípulos
en el camino hacia Emaús”. Hablan de la esperanza
de Israel, del Hijo del Hombre, del Mesías
Siervo y Cordero, que por
su sufrimiento y muerte traerá a todos los hombres la liberación y la salvación,
y que por la Resurrección
se transformará en gloria, en alegría y en Luz.[2]
Pero, sobre todo,
el sentido de esta manifestación del Padre, ante la inminencia de la Pasión y
Muerte del Señor, es el de fortalecer a sus
discípulos, con la seguridad de la
Resurrección pregustada y anticipada. Advirtamos que los tres discípulos
elegidos como testigos de la Transfiguración: Pedro, Santiago y Juan,
serán los mismos testigos de la agonía de Jesús en el
Huerto de los Olivos (Mt. 26, 37).
Los dos montes, el
de la Transfiguración y el de los Olivos, contrastando, aparecen
inseparablemente relacionados para Pedro, Santiago y Juan.[3]
Por eso,
para fortalecerles, después
de la Transfiguración tocando a sus discípulos, Jesús “les dijo: Levántense,
no tengan miedo” (Mt.
17, 6). El Padre Dios, con la Transfiguración de Jesús, como cuando llamó
a Abraham (primera lectura de la liturgia de hoy), responde a la inquietud y el
temor del discípulo, motivándolo a la confianza,
o a la fe, que es un fiarse de Dios.
Jesús
Transfigurado se nos presenta, como en ese otro monte, el de las
Bienaventuranzas (Mt. 5, 1-12), cual un nuevo
Moisés y nuevo Legislador
en el nuevo Sinaí, que
se encuentra con Dios en medio de la nube
(Ex. 24. 15-18), con el rostro luminoso
(Ex. 34, 29-35), que supera
la antigua Ley y los antiguos Profetas. Por ello, la voz del Padre ordena
escucharle. Por eso, después de la visión,
desaparecen Moisés y Elías, y el evangelista nos
dice que sus discípulos no vieron más que a Jesús
solo (Mt. 17, 8).[4]
Moisés recibió la Ley de Dios;
Jesús es la Ley misma, la Ley viviente, toda “la
Palabra” de Dios. Por eso los discípulos deben
escucharle.[5]
“Escúchenlo”, dice
la voz del Padre. A mi Hijo muy amado. No a Moisés
o Elías.
Con todo, aún
señalando las semejanzas entre Moisés en el Sinaí y Jesús en el Monte de la
Transfiguración, podemos advertir al menos una
diferencia. Después de haber hablado con Dios, la
luz de Dios resplandece en el rostro de Moisés pero es una luz que le llega
“desde fuera”,
mientras que Jesús resplandece desde el interior
y no sólo recibe la
luz de Dios sino que Él mismo es la Luz.[6]
Pero, además del
trasfondo del Éxodo y la subida de Moisés al monte Sinaí, para la interpretación
de la Transfiguración confluye también una lectura en relación a
la fiesta judía de las Tiendas.
La Transfiguración de Jesús habría ocurrido el último día de esa fiesta, que
duraba una semana. Esta fiesta recuerda el camino de Israel por el desierto,
donde los judíos, bajo la protección de Dios, vivían en tiendas. La tienda tiene
un significado escatológico y alude a la morada eterna de los justos en la vida
futura. Cuando llegaran los tiempos mesiánicos, los justos morarían en tiendas.
Los tiempos mesiánicos han llegado; Jesús es el
Mesías y Él cumple en sí lo que la fiesta de las Tiendas prefiguraba.
Por eso escribe el evangelista san Juan que “el Verbo se
hizo carne, y plantó su tienda
entre nosotros” (Jn. 1, 14). El Señor, al encarnarse, “ha puesto la tienda de su
humanidad entre nosotros, inaugurando así los tiempos mesiánicos. La “tienda
plantada” por Jesús es la Encarnación del Verbo de Dios, la naturaleza humana
del Hijo de Dios. La verdadera y definitiva fiesta de las tiendas ha llegado.
Jesús es el Hijo de Dios, así lo proclama el Padre. Y
la nube es signo de la presencia de Dios
(la nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios según el
Éxodo). Pedro quiso darle un carácter permanente a
esta presencia y encuentro con Dios, y por eso le
habló a Jesús de levantar tres tiendas.
Pero en ese encuentro estremecedor con la gloria de Dios
en lo alto del monte,
Pedro, como todo discípulo, debe aprender que hay que
bajar del monte, porque
sólo por la cruz, por la Pasión y la Muerte de Jesús, se llega a la
Resurrección.[7]
Pedro no comprende del
todo todavía: pide tres tiendas;
la Tienda es una: es Cristo.
No olvidemos que
esta manifestación de la profundidad del misterio de Jesús se produce
cuando Jesús subió a lo alto de una montaña
“para orar” y su rostro y
sus vestidos cambiaron de aspecto “mientras oraba” (como escribe el evangelista
san Lucas en 9, 28-29). “La transfiguración es un
acontecimiento de oración” y el monte también es
símbolo de la elevación interior[8].
Cristo fue al
monte a orar y se transfiguró. En los momentos de
oración, la gracia debe transfigurarnos. Sobre
todo en la celebración de la misa y en la comunión.
Nosotros hechos tiendas de la presencia de Dios.
Así,
en la Eucaristía que
estamos celebrando, con piedad, junto a Jesús
subamos al monte, participando de este alimento
que es anticipo del banquete de la gloria. Como Pedro a Jesús, en la misa
digamos “Qué bien estamos aquí”, pero después de la misa, estemos
dispuestos a bajar del monte,
a la vida cotidiana, donde también debemos reconocer al Señor, al Siervo, en su
camino por la cruz a la gloria, debemos aprender a escucharle, y a imitarle en
su obediencia a la voluntad del Padre.
Nos dice, por otra
parte, el Apocalipsis (Apoc. 12, 1) que, al fin de los tiempos, como desde un
observatorio o atalaya, desde el monte Sión,
será contemplada una
mujer vestida de sol, la Bienaventurada Virgen
María. Ella es la Madre del Transfigurado. El
cuerpo transfigurado de Cristo había sido tomado de su carne. En Ella plantó su
Tienda (su Humanidad) el Verbo de Dios.
Pbro.
Hernán Quijano Guesalaga
Parroquia
del Sagrado Corazón de Jesús,
Capilla
Policial San Sebastián,
Paraná,
Argentina
Domingo 17
de febrero de 2008
[1] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 362.
[2] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 361-363.
[3] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 359.
[4] Ver nota de la Biblia de Jerusalén.
[5] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 368-369, citando a H. Gese y R. Pesch.
[6] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 361-362.
[7] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 356-370.
[8] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 360-361.