V Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Juan 11, 1-45: "Yo soy la vida"

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Ezequiel 37, 12-14; Carta de san Pablo a los cristianos a los cristianos de Roma 8, 8-11: Evangelio según san Juan 11, 1-45

“YO SOY LA VIDA”

En la reflexión a propósito del rezo del Ángelus el 2 de marzo pasado, el Papa Benedicto XVI decía:

“En estos domingos de Cuaresma, a través de los pasajes del evangelio de san Juan, la liturgia nos hace recorrer un verdadero itinerario bautismal: el domingo (3°) Jesús prometió a la samaritana el don del "agua viva"; (el domingo 4 °), curando al ciego de nacimiento, (Jesús) se revela como "la luz del mundo"; (hoy), resucitando a su amigo Lázaro, se presenta como "la resurrección y la vida". Agua, luz y vida: son símbolos del bautismo, sacramento que "sumerge" a los creyentes en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, liberándolos de la esclavitud del pecado y dándoles la vida eterna”.[1]

Estas palabras del Papa nos dan la clave para comprender el nexo de los textos evangélicos joánicos proclamados en la liturgia cuaresmal del presente ciclo. Ellos se ordenan a ayudarnos a nuestra mejor participación del misterio de la muerte y resurrección de Jesús, a nuestra participación de la Pascua de Jesús, participación que es iniciada el día en que recibimos el sacramento del bautismo.

Precisamente en la Vigilia Pascual, desde los primeros tiempos de la historia de la Iglesia, eran bautizados cada año los catecúmenos, cuya preparación inmediata para la recepción del sacramento se había venido dando durante la precedente Cuaresma.

Agua, luz y vida. Tres signos, tres símbolos del mismo Jesús.  En efecto, Él había dicho “yo soy la luz del mundo” (Jn. 9, 5),  y a Marta: “Yo soy la Resurrección y la Vida” (Jn. 11, 25), y en cierta forma, aunque no literalmente, a la samaritana: “Yo soy el Agua Viva”, el manantial de agua que da vida (Jn. 4, 1-42) (“El que tenga sed, venga a mí y beba”, Jn. 7, 37-38).

Agua, luz y vida.  El agua y la luz son símbolos naturales de la vida, así como sus opuestos, la sequedad del desierto y la oscuridad de la noche, significan la muerte.

Agua, luz y vida.  Se trata de variaciones sobre un mismo tema: Jesús ha venido al mundo para que tengamos vida y la tengamos en abundancia (Jn. 10, 10). De Él brota como un don la vida divina porque la vida divina “en Él está presente con una abundancia originaria e inagotable”. “Él mismo es el don, Él es la vida.[2]

Agua, luz y vida. Tres signos, tres símbolos también del Bautismo, que hace presente la Muerte y Resurrección de Jesús, sacramento por el que Jesús nos da la salvación y la vida eterna. El Bautismo es el inicio de nuestro discipulado en la fe. 

Es por la fe en Jesús cómo somos salvados. Y los milagros de Jesús, también este milagro que nos narra san Juan este domingo, tienen como objetivo despertar o confirmar la fe en Jesús.

“Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, a fin de que crean” (Jn. 11, 14-15), dice Jesús a sus discípulos. Y cuando, antes del milagro, ora públicamente al Padre, le dice: “Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que Tú me has enviado” (Jn. 11, 42). Y anota san Juan que, después del milagro, “al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en Él” (Jn. 11, 45).

Sobre el telón de fondo del milagro de la curación del ciego de nacimiento (“algunos decían: Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?”, Jn. 11, 37), igual que al que era ciego Jesús le pregunta “¿Crees?” y él responde “Creo, Señor” (Jn. 9, 35-38), Marta finalmente hace también su confesión de fe: “Sí, Señor, creo que Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que debía venir al mundo” (Jn. 11, 25-27). 

Somos salvados por la participación de la Muerte y Resurrección de Cristo. Porque por Su Resurrección Él ha vencido a la Muerte para darnos la vida eterna. Él nos enseña el sentido auténtico del drama de la muerte. La trasciende, la transfigura, la transforma, la cambia.

La “resurrección” de Lázaro no es más que un pálido signo de la Resurrección de Jesús y de la Resurrección de la que participará por Cristo todo bautizado. La “resurrección” de Lázaro es sólo un débil signo porque Lázaro es vivificado para volver a morir.

Sin embargo, la muerte y resurrección de Lázaro prefigura y prepara la Muerte y Resurrección de Jesús.

Mediante este milagro, Jesús quiere mostrarnos cuánto ama Dios al hombre.  Marta y María mandan decir a Jesús, refiriéndose a su hermano Lázaro pero sin nombrarlo directamente: “El que tu amas está enfermo” (Jn. 11,  2). Y escribe san Juan que Jesús quería mucho a esa familia (Jn. 11, 5) y que los judíos, al ver llorar a Jesús por la muerte de su amigo Lázaro, dijeron “¡Cómo lo amaba!” (Jn. 11, 36).

Tanto ama el Padre Dios a la humanidad que envió a Su propio Hijo al mundo, haciéndole participar de la misma muerte y resucitándole del abismo de la muerte, para salvar y dar la vida eterna al hombre.

Tanto ama el Padre Dios al hombre que envió a Su Hijo, quien se hizo verdadero Hombre y experimentó en Sí mismo el sufrimiento y el dolor. Vemos en este texto a Jesús conmovido por el llanto de Marta, la hermana del difunto, y también Él turbado por el dolor y las lágrimas (Jn. 11, 33). Las expresiones usadas por san Juan son fuertes e inevitablemente hacen pensar en la agonía del mismo Jesús antes de su propia muerte. El evangelista escribe que Jesús se conmovió nuevamente (Jn. 11, 38).

¡Vean la compasión de Dios! Dios mismo deja en suspenso su impasibilidad intangible y en Jesús se hace sufriente y solidario con los adolorados. Dios quiere estar cerca de los atribulados. También cerca del duelo por la muerte de un ser querido.

El sufrimiento del hombre, como todo mal, nunca es querido directamente por Dios; aunque misteriosamente es permitido o tolerado por un bien mayor.

Lo vemos en este relato. Por eso dice a sus discípulos, refiriéndose a la dolencia de Lázaro, y no porque ignorara Jesús que su amigo estaba grave: “Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn. 11, 4).

Sin embargo, nosotros también, como el creyente de todos los tiempos, igual que Marta y María a Jesús, ante la enfermedad y ante la muerte, ante el dolor y el mal que nos acosa, sucumbimos tantas veces ante la tentación de reprochar a Dios por no haber acudido a ayudarnos: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Jn. 11, 21; las palabras que Marta y María le dicen a Jesús son las mismas: Jn. 11, 32). 

En nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua, mientras  celebramos la Eucaristía, actualización de la Pascua de Cristo, “sumerjámonos” en Su Muerte y Resurrección, para ser vivificados por Él.

Con Lázaro sintámonos el amigo amado que le arranca lágrimas, a quien Jesús no abandona en la oscuridad del sepulcro. Oigamos su voz, que nos llama por nuestro nombre, como le gritó a Lázaro “Sal fuera” (Jn. 11, 43), y salgamos, y dejémonos desatar por Él, para que, liberados de la muerte, podamos caminar, caminar siguiéndole a Él, como discípulos.

Y con san Juan, identifiquémonos con el discípulo amado, y aprendamos de Jesús cuánto ama Dios al hombre, aprendamos con Jesús a conmovernos y llorar con el dolor y el sufrimiento de todo hermano, y a caminar, a no dormirnos en la pasividad, a actuar solidariamente por el bien de los que sufren. Como hizo Marta a María, digámosle a cada hombre atribulado por el dolor, para que salga al encuentro de Jesús: “el Maestro está aquí (también misteriosamente en tu dolor) y te llama” (Jn. 11, 28-29).

 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 9 de marzo de 2008



[1] Benedicto XVI, Ángelus, 2 de marzo de 2008, www.vatican.va

[2] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 408-409, citando a Schnackenburg  Johannesevangelium II, pág. 69 ny siguientes.