II Domingo de Pascua, Ciclo A

San Juan 20, 19-31: El signo de las llagas de Cristo

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Hechos de los apóstoles 2, 42-47; 1º carta de san Pedro 1, 3-9; Evangelio según san Juan 20, 19-31 

EL SIGNO DE LAS LLAGAS DE CRISTO 

Para María Magdalena, Simón Pedro y el discípulo amado, los signos de la Resurrección de Jesús habían sido la tumba vacía, las vendas y el sudario plegados, la voz del Maestro que la llama por su nombre (Jn. 16.18). De ellos, de los tres, no sólo de Juan, se puede decir que, que el mismo día de la Resurrección de Jesús, “vio y creyó” (Jn. 20, 8). También los discípulos de Emaús vieron y creyeron ese mismo Día; y el signo para reconocer a Jesús Resucitado fue para ellos el partir el pan (Lc. 24, 35).

En el relato de san Juan que proclamamos hoy, segundo domingo de Pascua, leemos el testimonio de los Apóstoles, menos Tomás, que no estaba en el encuentro de la tarde del día de la resurrección. Todos ellos vieron a Jesús Resucitado y creyeron, creyeron y dieron testimonio de lo que vieron y creyeron (Jn. 20, 25). Pero Tomás no creyó en el testimonio de los otros Apóstoles.

Para la fe de los Apóstoles hubo un signo, no ya indirecto como la tumba vacía, las vendas y el sudario, y ese gran signo que vieron y oyeron fue la misma figura del cuerpo de Cristo glorioso, que apareció en medio de ellos, y les habló. Su voz saludándoles y deseándoles la paz, el soplo de Jesús  entregándoles el Espíritu Santo, enviándoles y confiándoles una misión, y dándoles la facultad de perdonar los pecados, fueron detalles de ese gran signo.

Tan persuasiva fue su presencia y su voz que los Apóstoles cambiaron de inmediato su ánimo; estaban con miedo a los judíos, encerrados, pero  enseguida “se alegraron al ver al Señor (Jn. 20, 20).

Otro rasgo de ese gran signo del cuerpo glorioso de Jesús fueron sus manos y el costado. Escribe el evangelista, el discípulo amado, que, después del saludo: “La paz esté con Ustedes”, Jesús “les mostró sus manos y el costado” (Jn. 20, 20).

Las llagas gloriosas de Cristo, ya no sangrantes, cicatrizadas, eran un signo de que el sufrimiento y la muerte habían sido vencidos.

Aquellas llagas se convirtieron en bocas elocuentes que interceden ante el Padre a favor de los hombres.[1] Por ello, justamente en esta octava de pascua, celebramos a la Divina Misericordia.

Los Apóstoles vieron esas llagas, vieron y creyeron. Y dieron testimonio de lo que vieron y creyeron.

Pero faltaba uno de los doce esa tarde, Tomás, de sobrenombre el Mellizo. A pesar del testimonio de los otros, él no estaba convencido, no creyó porque no vio. Y protestaba diciendo: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré” (Jn. 20, 25).

Como condición para creer, Tomás también quería ver, y además tocar esos signos, esas llagas, cosa que no dice el evangelio que sus compañeros hicieran, tocar sus manos y su costado.

En otros dos pasajes evangélicos se describe a Tomás como uno que siempre veía el lado sombrío de las cosas: cuando el Señor recibió la noticia de la muerte de Lázaro: Tomás quería ir a morir con Él;        en la ultima cena: Tomás no sabe a dónde va el Señor, no sabe cuál es el camino. Era un pesimista escéptico.[2]

Las dudas de Tomás se suscitaron de su desaliento y del efecto deprimente de la tristeza y de la soledad por la pasión y muerte de Jesús. Tomás se había aislado de sus compañeros. No buscó la ayuda de la comunidad. Trágicas palabras del evangelio: "Tomás no estaba con ellos cuando vino Jesús" (Jn. 20, 24).[3]

En la tristeza e increencia de Tomás se sienten incluidos los escépticos y agnósticos de todos los tiempos, los desalentados a causa de la existencia del mal en el mundo, los que se preguntan ¿dónde está Dios que permite tal o cual injusticia?, los defraudados que piensan que Dios no les oye.

Jesús oyó el reproche, y a la vez súplica, de Tomás.

A la semana siguiente, estaban de nuevo reunidos los Apóstoles y Tomás con ellos (Jn. 20, 26). Ya no está aislado, está junto a la comunidad.

Y se presentó otra vez Jesús Resucitado, se colocó en medio de ellos, los saludó, y dirigiéndose enseguida a Tomás, (al que había dicho “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré” ), le dijo: “Mira mis manos y toca mis heridas. Extiende tu mano y palpa mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. Y Tomás contestó: “Señor mío y Dios mío” (Jn. 20, 27-28).

Tomás también vio, y tocó, y creyó. Y dio testimonio de lo que vio y creyó.

El que había sido el último en creer fue el primero en hacer una plena confesión de la divinidad.[4]

El escepticismo de Tomás se convierte así en una prueba más de la realidad de la resurrección de Jesús.[5]

Pero Jesús agregó: “Porque me has visto (y tocado) has creído. ¡Felices los que crean sin haber visto (y tocado)!” (Jn. 20, 29).

He aquí el mensaje central de este relato. Algo había cambiado. Juan todavía no lo había comprendido. Tampoco María Magdalena lo había comprendido cuando quizás también quiso tocar a Jesús Resucitado que se le apareció en el jardín y el Señor le dijo “Déjame. Todavía no he subido a mi Padre. Ve a decir a mis hermanos: Subo a mi Padre” (Jn. 20, 17).

Algo había cambiado para la fe de los discípulos a partir de su Resurrección y Ascensión de Jesús. “Felices los que crean sin haber visto” (Jn. 20, 29).

Los futuros creyentes han de aceptar el hecho de la resurrección del Señor sin necesidad de ver ni tocar ellos mismos, a partir del testimonio de los que estuvieron con Jesús Resucitado, le vieron y le tocaron.

Los signos o señales de la Resurrección de Jesús, que nos ayudan a creer, no han faltado nunca, pero ya no son iguales que los signos que vieron los primeros testigos. Hoy las llagas de Cristo, todavía sangrantes, las vemos y tocamos en la Pasión de su Cuerpo que es la Iglesia. Apoyándonos en su costado, como el discípulo amado, cerca de la llaga abierta por la lanza, sentiremos los latidos del amor de Jesús por nosotros, por el cual amor murió y resucitó.

“Felices los que crean sin haber visto” (Jn. 20, 29).  Como en las bienaventuranzas Jesús llamó felices a los pobres porque a ellos les pertenece el reino de Dios (Lc. 6, 20), ahora el Resucitado agrega otra bienaventuranza: “Felices los que crean sin haber visto”, y se podría entender que la razón de ésta es la misma que para la bienaventuranza de los pobres:   “porque a ellos (a los que creen sin haber visto) les pertenece el reino de Dios”.

En la pobreza de los signos de quienes no ven ni tocan las llagas y el cuerpo de Cristo resucitado, los nuevos creyentes igualmente creen que Él está vivo y sigue presentándose en medio de nosotros para darnos su Espíritu y nos envía a dar testimonio de su presencia actuante en la Iglesia.

Creen que Él, el Cristo Resucitado, sopla sobre nosotros.

Que su soplo es como el soplo de Dios Creador sobre el primer hombre para infundirle la vida. Porque al resucitar Jesús, se produjo como una nueva creación. El aliento de Cristo Resucitado es capaz de regenerar el barro del hombre caído.[6] 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 30 de marzo de 2008



[1] Fulton Sheen, Vida de Cristo.

[2]  Fulton Sheen, Vida de Cristo.

[3] Fulton Sheen, Vida de Cristo.

[4] Fulton Sheen, Vida de Cristo.

[5] Fulton Sheen, Vida de Cristo.

 

[6] Fulton Sheen, Vida de Cristo.