Solemnidad de la Ascensión del Señor, Ciclo A

San Mateo 28, 16-20: Yo estaré con ustedes

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Hechos de los apóstoles 1,1-11; Carta de san Pablo a los Efesios 1, 17-23; Evangelio según san Mateo 28, 16-20 

YO ESTARÉ CON USTEDES 

El fragmento de san Mateo, que es el final de su evangelio, no habla directamente de la Ascensión del Señor. Se trata del relato de una última aparición del Resucitado a sus Apóstoles, el último encuentro del Señor con sus discípulos, a quienes envía a hacer discípulos a todos los pueblos.

Sin embargo, la Ascensión de Jesús es referida explícitamente por las otras dos lecturas proclamadas en esta solemnidad. 

San Lucas, en el inicio del libro de los Hechos,  después de hacer referencia a su evangelio, que finaliza con la sucinta narración de la Ascensión de Jesús al cielo (Lc. 24, 51-52), afirma que Jesús Resucitado dio a los Apóstoles “numerosas pruebas de que estaba vivo”, se les apareció  “durante cuarenta días”, y en su última aparición “se fue elevando a la vista de ellos hasta que una nube lo ocultó a sus ojos” (Hechos 1, 1-11).

¿Cuál es el significado de este número de días que median entre la Resurrección y la Ascensión de Jesús: 40?

Hablando de las tentaciones que sufrió Jesús, escribe el mismo Lucas en su evangelio que Jesús “se dejó llevar por el Espíritu al desierto, donde permaneció cuarenta días, siendo tentado por el Diablo” (Mt. 4, 1-2).

Con esta referencia cronológica de los 40 días, se evocan simbólicamente los 40 años en que el Pueblo de Israel pasó por el desierto, donde sufrió la tentación. En las tentaciones del desierto, Jesús es presentado como un nuevo Moisés, que en un nuevo Éxodo, conforma y conduce hacia Dios al Pueblo de la Nueva Alianza, la Iglesia.

Pero estos 40 días de las tentaciones de Jesús han sido también vistos como un símbolo global de toda la historia de la humanidad. Jesús recorre el drama de toda la historia humana, que asume en sí.[1]  El Pueblo pastoreado por Jesús, nuevo Moisés, es toda la humanidad.

Lo mismo se podría aplicar al número simbólico de los 40 días en que Jesús Resucitado se apareció a su Apóstoles. Toda la historia de la humanidad está allí comprendida. Por ello, Jesús podrá prometerles: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). Su presencia y asistencia continuará siempre, de un modo semejante, aunque no igual, al tiempo en que, apareciéndoseles durante esos 40 días antes de su Ascensión, les probó que estaba presente y vivo.

Volviendo al texto de Hechos, por otra parte, en la invitación que los ángeles hacen a los Apóstoles a no quedarse mirando al cielo, podemos ver un paralelo con el último envío a hacer discípulos a todos los hombres, según nos relata san Mateo, y con el comienzo del tiempo de la Iglesia, Pueblo de la nueva Alianza, nueva humanidad, precisamente a partir de la Ascensión de Jesús y de Pentecostés.

La liturgia ha querido que en esta solemnidad también se proclame, como segunda lectura, el inicio de la carta a los Efesios (1, 17-18), en el que Pablo confiesa la gloria de Jesús Resucitado y Ascendido al cielo, sentado a la derecha del Padre (más allá de la nube que le ocultó de los ojos de los Apóstoles según Hechos): “(El Padre) resucitó a Cristo de entre los muertos y lo hizo sentar a su derecha en el cielo, por encima de todos los ángeles, principados, potestades, virtudes y dominaciones, y por encima de cualquier persona, no sólo del mundo actual sino también del futuro. Todo lo puso bajo sus pies y a él mismo lo constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su Cuerpo, y la plenitud del que lo consuma todo en todo”.

A modo de una oración, san Pablo, en este himno a la vez cristológico y eclesiológico, pide a Dios que ilumine a los fieles de esa comunidad de Éfeso para que comprendan la grandiosa y extraordinaria herencia que en esperanza pueden confiar recibir, ya que por la misma fuerza con que el Padre resucitó y exaltó a Su Hijo, el Padre Dios llama también a todos los cristianos a participar de la gloria y señorío de Cristo. La esperanza nos garantiza que el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, participará de la gloria de su Cabeza que es Cristo.

Encontramos en este poder y señorío de Cristo subrayado por la Carta a los Efesios, un enlace con la afirmación que hace Jesús, en el evangelio según san Mateo, como fundamento de la misión a la que envía a sus Apóstoles: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt. 28, 18). 

Leamos ahora más detenidamente el fragmento del evangelio según san Mateo (28, 16-20) hoy proclamado.

Llaman la atención algunos detalles que podríamos destacar.

Dos veces aparece la palabra “discípulos”. En el versículo 16 se habla de los “once discípulos”. Se trata de los Apóstoles. Falta Judas, por ello se cuentan once.

Y en el verso 19 escribe el evangelista que Jesús envía a estos mismos once a “hacer discípulos entre todos los pueblos”. A los discípulos los envía a hacer discípulos. Les da título de maestros sin que dejen nunca de ser discípulos. Porque lo que trasmiten no es una doctrina ni mandamientos propios sino de Quien los ha enviado. ¿Con qué autoridad harán discípulos? Con la autoridad, el respaldo y las credenciales de Quien los envía y que estará siempre con ellos. Con la condición de que jamás pierdan ellos mismos la condición de discípulos del único Maestro. Esta relación entre el discipulado y la misión ha sido justamente subrayada en Aparecida por los Obispos de América.

El auténtico discípulo de Jesús sigue a Jesús. Por eso los once van a Galilea, porque obedecen a Jesús que les había dicho que allí le verían (Mt. 28, 10). El auténtico discípulo está con Jesús, o más bien se dispone para que Jesús esté siempre con él (Mt. 28, 20).

Este vínculo del discípulo con Jesús lo había roto Judas, el traidor. Por ello, no deja de tener importancia la cuenta de los discípulos en ese último encuentro: son once, no doce.

Escribe san Mateo que los once discípulos, al ver a Jesús se postraron, pero algunos dudaron (Mt. 28, 17). Se alude aquí a la potencial fragilidad del discípulo, que, junto a la adhesión a Jesús, no descarta experimentar contemporáneamente la duda, la perplejidad, la prueba, la búsqueda, los “ por qué” no respondidos y hasta los cuestionamientos al mismo Dios que pueden hacer los cristianos de todos los tiempos, también los de hoy.

Para fortalecer la debilidad de las dudas que se mezclan con la fe del discípulo, Jesús se presenta revestido de plena y total autoridad y potestad para enviar y ordenar, asegurando una presencia y un apoyo sin límite de tiempo. 

Por esa razón, porque Jesús se presenta revestido de plena y total autoridad y potestad, este último encuentro se concreta en una montaña (Mt. 28, 16).

En un monte había proclamado las bienaventuranzas del reino, en una montaña se había transfigurado. Hay una relación entre el monte de las bienaventuranzas, el de la Transfiguración y el de la Ascensión.

En el sermón de las bienaventuranzas (Mt.     4, 25 - 5, 1-12), Jesús es como el nuevo Moisés, aunque Él es superior a Moisés, porque, sentado (cual una cátedra) en la montaña, el nuevo Sinaí, extiende la Alianza a todos los pueblos.  La montaña es el lugar de oración de Jesús, donde Él se encuentra, cual nuevo Moisés, cara a cara con su Padre Dios. Lo que Jesús enseña, en la montaña, procede de su íntima relación y comunión con el Padre. La montaña de las bienaventuranzas es el nuevo y definitivo Sinaí. El Sermón de la Montaña es la nueva y definitiva Ley que nos trae Jesús. Sin abolir el decálogo mosaico, Jesús lo refuerza, supera y lleva a su plenitud. Las Bienaventuranzas recogen y profundizan los Mandamientos[2].

Por eso, con esa autoridad superior a Moisés, Jesús Resucitado, desde la montaña de la Ascensión, envía a sus Apóstoles a enseñar a cumplir todo lo que él les ha mandado (Mt. 28, 20). 

La Transfiguración (Mt. 17, 1-9),  en lo alto de la montaña (el Tabor, según la tradición) fue una anticipación, provisoria y breve, de la gloria de la Resurrección y la Ascensión del Señor. Por eso Jesús, mientras bajaban del monte, les encomendó a sus apóstoles que no hablaran a nadie de esa visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos (Mt. 17,9).

Jesús Transfigurado se nos presenta, como en ese otro monte, el de las Bienaventuranzas (Mt. 5, 1-12), cual un nuevo Moisés y nuevo Legislador en el nuevo Sinaí, que se encuentra con Dios en medio de la nube (Ex. 24. 15-18), con el rostro luminoso (Ex. 34, 29-35), que supera la antigua Ley y los antiguos Profetas. Por ello, la voz del Padre ordena escucharle. Por eso, después de la visión, desaparecen Moisés y Elías, y el evangelista nos dice que sus discípulos no vieron más que a Jesús solo (Mt. 17, 8).[3]

Moisés recibió la Ley de Dios; Jesús es la Ley misma, la Ley viviente, toda “la Palabra” de Dios. Por eso los discípulos deben escucharle.[4] “Escúchenlo”, dice la voz del Padre. A mi Hijo muy amado. No a Moisés o Elías.

Por eso, con esa autoridad superior a Moisés, Jesús Resucitado, desde la montaña de la Ascensión, envía a sus Apóstoles a enseñar a cumplir todo lo que él les ha mandado (Mt. 28, 20).

 

Volviendo al texto de san Mateo que leímos en la liturgia de este domingo,  cabe también destacar la universalidad del envío de Jesús a hacer discípulos entre todos los pueblos. Este universalismo de la condición misionera de la Iglesia supera la limitación del Antiguo Testamento al Pueblo de Israel.

La misión es tan extensa como la totalidad del mundo y tan duradera como la totalidad de la historia.

“Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). En la promesa de estar siempre con sus discípulos se concreta el anuncio profético de Isaías 7, 14, misteriosamente anticipado en el nombre de Jesús: el Emanuel, Dios con nosotros, el Salvador (Mt. 1, 22-23).

Y así el evangelio de Mateo termina como se inició, con el tema central del Dios con nosotros.

Cuando Jesús Resucita y es exaltado a la derecha del Padre, cuando al subir al cielo parece que se aleja de nosotros, es precisamente cuando está más cerca de nosotros, Él es más que nunca el Dios con nosotros. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 4 de mayo de 2008



[1] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 54.

 

[2] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 93-95.97-98.

[3]  Ver nota de la Biblia de Jerusalén.

[4] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 368-369, citando a H. Gese y R. Pesch.