Solemnidad de Pentecostés

San Mateo 28, 16-20: Yo estaré con ustedes

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Hechos de los apóstoles 2, 1-11; Carta de san Pablo a los cristianos de Corinto 12, 3b-7. 12-13; Evangelio según san Juan 20, 19-23

LA NUEVA ALIANZA 

Recordamos el domingo pasado, que las figuras de Moisés, del Éxodo y del Sinaí aparecen como trasfondo de la Ascensión del Señor.  

Y también recordamos que en el sermón de las bienaventuranzas (Mt. 4, 25 - 5, 1-12), Jesús se había presentado como el nuevo Moisés, porque, sentado (cual una cátedra) en la montaña, el nuevo Sinaí, extiende la Alianza a todos los pueblos.  La montaña de las bienaventuranzas es el nuevo y definitivo Sinaí. El Sermón de la Montaña es la nueva y definitiva Ley que nos trae Jesús. Sin abolir el decálogo mosaico, Jesús lo refuerza, supera y lleva a su plenitud. Las Bienaventuranzas recogen y profundizan los Mandamientos[1].

Por eso, con esa autoridad superior a Moisés, Jesús Resucitado, desde la montaña de la Ascensión, envía a sus Apóstoles a enseñar a cumplir todo lo que él les ha mandado (Mt. 28, 20), la nueva Ley de las Bienaventuranzas. 

Asimismo, recordamos que la Transfiguración del Señor (Mt. 17, 1-9),  también en lo alto de la montaña, fue una anticipación, provisoria y breve, de la gloria de la Resurrección y la Ascensión del Señor. Por eso Jesús, mientras bajaban del monte, les encomendó a sus apóstoles que no hablaran a nadie de esa visión hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos (Mt. 17,9).

Jesús Transfigurado se nos presentaba, como en ese otro monte, el de las Bienaventuranzas (Mt. 5, 1-12), cual un nuevo Moisés y nuevo Legislador en el nuevo Sinaí, que se encuentra con Dios en medio de la nube (Ex. 24. 15-18), con el rostro luminoso (Ex. 34, 29-35), que supera la antigua Ley y los antiguos Profetas. Por ello, la voz del Padre ordena escucharle. Por eso, después de la visión, desaparecen Moisés y Elías, y el evangelista nos dice que sus discípulos no vieron más que a Jesús solo (Mt. 17, 8).[2] Moisés recibió la Ley de Dios; Jesús es la Ley misma, la Ley viviente, toda “la Palabra” de Dios. Por eso los discípulos deben escucharle a Él.[3] “Escúchenlo”, dice la voz del Padre. A mi Hijo muy amado. No a Moisés o Elías.

Por eso mismo, con esa autoridad superior a Moisés, Jesús Resucitado, desde la montaña de la Ascensión, envía a sus Apóstoles a enseñar a cumplir todo lo que él les ha mandado (Mt. 28, 20), la nueva Ley que es Él mismo. 

Pues bien, hoy celebramos la solemnidad cristiana de Pentecostés, reedición ampliada de la antigua fiesta en la que, a los cincuenta días de la Pascua, los judíos recordaban precisamente el don de la Ley y la constitución de la Alianza entre Dios y el Pueblo de Israel.

Por lo mismo, san Lucas, en el Libro de los Hechos (2, 1-11) que hemos leído hoy, continuación de la lectura proclamada el domingo pasado, describe la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, con fuertes vientos y fuego, con pinceladas semejantes a la presentación de la manifestación divina y el ofrecimiento de la Alianza al Pueblo de Israel en el monte Sinaí (Éxodo 19).

Si la antigua celebración judía era la fiesta de la Ley y de la Antigua Alianza entre Dios y el Pueblo de Israel, el Pentecostés cristiano es la fiesta de la Nueva Alianza y de Nueva Ley del Espíritu, don de Jesús Resucitado, don no sólo limitado para un Pueblo sino extendido a toda la humanidad. Con la Nueva Alianza nacía un nuevo Pueblo, la Iglesia.

Y esta universalidad queda simbolizada en las diversas lenguas que hablaron los discípulos sobre quienes descendió el Espíritu en aquel primer Pentecostés, de modo que todos los judíos procedentes de distintas partes les comprendían.

Esa Nueva Ley del Espíritu, don de Jesús Resucitado, es la ley de las Bienaventuranzas que había predicado Jesús, y que se compendian en el Amor. La Nueva Ley del Espíritu, don de Jesús Resucitado, es la Ley del Amor que congrega y une a todos los pueblos en la comunidad de los salvados que es la Iglesia. 

En el fragmento del evangelio según san Juan que la Misa del día nos propone en esta solemnidad, leemos el relato de lo que sucedió en la tarde del mismo día de la Resurrección de Jesús. Para san Juan, el envío que hace Jesús (¡y el Padre!) del Espíritu Santo sobre sus discípulos, sucede el mismo día en que Jesús resucitó.

En cierta forma, los 50 días que pasaron antes del acontecimiento de Pentecostés descripto por san Lucas en el libro de los Hechos, expresan más bien el tiempo y el proceso humano de recepción del don del Espíritu, don, fruto y cosecha de la Pascua.

Recordábamos el domingo pasado cómo en el momento previo a la Ascensión de Jesús algunos discípulos todavía dudaban (Mt. 28, 17). Esa fragilidad y retardo para creer por parte de los discípulos aparece también manifiesta en el evangelio según san Juan: donde dice que “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos” (Jn. 20,19).  “Al atardecer”, como si la oscuridad acompañara el temor y el encierro y la falta de fe de los discípulos que escondían su condición de discípulos de Jesús.

El ver a Jesús que se apareció y colocó en medio de ellos a pesar de las puertas cerradas, alegró a los discípulos (Jn. 20, 20). Sin embargo, una semana después todavía están con las puertas cerradas (Jn. 20, 26). A pesar de que le ven, necesitan tiempo para creer. La necesidad de un tiempo para este proceso se percibe con claridad en la historia de Tomás, ausente en el primer encuentro, presente junto a los otros a la semana, cuando finalmente, porque vio, creyó.

Superar el enclaustramiento, las “puertas cerradas”, será el desafío de la primera Iglesia para abrirse a la misión. Superar el encierro y los miedos es el desafío de hoy de la Iglesia, que no puede dejar nunca de ser misionera.

La respuesta de Jesús Resucitado a la debilidad de la fe y al temor de los discípulos es doble.

Por una parte, “les mostró las manos y el costado”, o sea los signos de su Pasión y Muerte, para manifestarse solidario con la fragilidad de los hombres y los discípulos de todos los tiempos.

Por otra parte, se presenta  ante los discípulos con toda la autoridad de Dios. Poniéndose a la par del Padre afirma que el Padre le envió, y desde esa posición les envía a ellos (Jn. 20, 21), mientras, soplando, les comunica el Espíritu Santo (Jn. 20, 22).  Él mismo les da el Paráclito, el Espíritu de la Verdad, que había prometido enviaría el Padre (Jn. 14, 16-17). Con la Resurrección de Jesús se cumplió aquella promesa: “Aquel día (el de su Resurrección) comprenderán que yo estoy en el Padre” (Jn. 14, 20).

Juan, el Bautista, había dicho que le había sido revelado que “Aquel sobre el que veas bajar y posarse el Espíritu es el que ha de bautizar con Espíritu Santo” (Jn. 1, 33-34). Soplando sobre sus discípulos mientras dice “Reciban el Espíritu Santo” (Jn. 20, 22), Jesús Resucitado se manifiesta claramente como el que bautiza con Espíritu Santo.[4]

Jesús Resucitado envía a sus discípulos para el mismos fin por el que Él fue enviado, “para que el mundo se salve por medio de Él” (Jn. 3, 17). Como por el mismo impulso con que el Padre lo envía a Él, Jesús Resucitado envía a sus discípulos.[5]

El modo en que Jesús se dirige a sus discípulos, diciendo dos veces “la paz esté con Ustedes” (Jn. 20, 19.21) es algo más que un saludo convencional. La fórmula “la paz esté con Ustedes” está preñada de sentido. Sólo Dios puede dar esa paz y ésta es el cumplimiento de las profecías escatológicas. La paz, como así también la alegría, son dones de los tiempos escatológicos.[6] Al saludarles de esta forma, Jesús glorificado se está presentando ante ellos con plena autoridad divina.

También el gesto del soplar equipara a Jesús con el Padre. Con el aliento, Dios Creador dio vida al primer hombre, Adán (Gn. 2, 7). Por el Espíritu que comunica, Jesús Resucitado recrea al hombre, a todo hombre, le da la nueva vida de la salvación, anima y vivifica a una nueva comunidad, a una nueva humanidad.

 Igualmente, con plena autoridad divina, Jesús Resucitado comunica a sus discípulos el poder de perdonar los pecados.

Se ha señalado que al referirse al perdón y retención de los pecados, el uso de los verbos en voz pasiva, indica sin nombrarlo que siempre es Dios quien perdona o retiene, incluso cuando esta potestad sea administrada por sus discípulos.[7] Siempre es Dios quien perdona; sólo Dios puede comunicar el poder de perdonar como lo hace Jesús.

En el evangelio según san Mateo, como recordamos el domingo de la Ascensión, el último y definitivo envío que hace Jesús de sus discípulos es a bautizar (Mt. 28, 19). En el evangelio según san Juan, Jesús les envía con el poder de perdonar los pecados, sin mencionar explícitamente al bautismo, aunque, no obstante, se incluye el bautismo así como el sacramento de la reconciliación, por el que se perdonan los pecados cometidos por quienes ya han sido bautizados.[8]

Mediante el perdón de los pecados y la reconciliación, precisamente, constituye Jesús Resucitado, por el Espíritu que comunica, la comunidad de la Nueva Alianza, la Iglesia, cuyo cumpleaños celebramos en la solemnidad de Pentecostés. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 11


[1] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 93-95.97-98.

[2]  Ver nota de la Biblia de Jerusalén.

[3] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 368-369, citando a H. Gese y R. Pesch.

[4] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 530.

[5] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 529.

[6] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, págs. 402-403.528-529.

[7] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 532.

[8] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 532-533.