Solemnidad de Pentecostés
San Mateo 28, 16-20: Yo estaré con ustedes
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Hechos de los apóstoles
2, 1-11
LA NUEVA ALIANZA
Recordamos el
domingo pasado, que las figuras de Moisés, del
Éxodo y del Sinaí aparecen como trasfondo de la
Ascensión del Señor.
Y también
recordamos que en el sermón de las
bienaventuranzas (Mt.
4, 25 - 5, 1-12), Jesús se había presentado como el
nuevo Moisés, porque,
sentado (cual una
cátedra) en la montaña, el nuevo Sinaí, extiende
la Alianza a todos los pueblos. La montaña
de las bienaventuranzas es el nuevo y definitivo
Sinaí. El Sermón de la Montaña es la
nueva y definitiva Ley que
nos trae Jesús. Sin abolir el decálogo mosaico, Jesús lo refuerza, supera y
lleva a su plenitud. Las Bienaventuranzas recogen
y profundizan los Mandamientos[1].
Por eso, con esa
autoridad superior a Moisés, Jesús Resucitado, desde la montaña de la Ascensión,
envía a sus Apóstoles a enseñar a cumplir todo
lo que él les ha mandado (Mt.
28, 20), la nueva Ley de las Bienaventuranzas.
Asimismo, recordamos que la Transfiguración del Señor (Mt. 17, 1-9), también en lo alto de la montaña, fue una anticipación, provisoria y breve, de la gloria de la Resurrección y la Ascensión del Señor. Por eso Jesús, mientras bajaban del monte, les encomendó a sus apóstoles que no hablaran a nadie de esa visión hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos (Mt. 17,9).
Jesús
Transfigurado se nos presentaba, como en ese otro monte, el de las
Bienaventuranzas (Mt. 5, 1-12), cual un nuevo
Moisés y nuevo Legislador
en el nuevo Sinaí, que
se encuentra con Dios en medio de la nube
(Ex. 24. 15-18), con el rostro luminoso
(Ex. 34, 29-35), que supera
la antigua Ley y los antiguos Profetas. Por ello, la voz del Padre
ordena escucharle. Por eso,
después de la visión, desaparecen Moisés y Elías,
y el evangelista nos dice que sus discípulos no
vieron más que a Jesús solo
(Mt. 17, 8).[2]
Moisés recibió la Ley de Dios;
Jesús es la Ley misma, la Ley viviente, toda “la
Palabra” de Dios. Por eso los discípulos deben
escucharle a Él.[3]
“Escúchenlo”, dice la voz del Padre. A mi Hijo muy
amado. No a Moisés o Elías.
Por eso mismo, con
esa autoridad superior a Moisés, Jesús Resucitado, desde la montaña de la
Ascensión, envía a sus Apóstoles a enseñar a cumplir
todo lo que él les ha mandado
(Mt. 28, 20), la nueva Ley que es Él mismo.
Pues bien, hoy
celebramos la solemnidad cristiana de
Pentecostés, reedición ampliada de la antigua
fiesta en la que, a los cincuenta días de la Pascua, los judíos recordaban
precisamente el don de la Ley y la constitución de
la Alianza entre Dios y el Pueblo de Israel.
Por lo mismo, san
Lucas, en el Libro de los Hechos (2, 1-11) que hemos leído hoy, continuación de
la lectura proclamada el domingo pasado, describe la venida del Espíritu Santo
sobre los Apóstoles, con fuertes vientos y fuego,
con pinceladas semejantes a la presentación de la manifestación divina y el
ofrecimiento de la Alianza al Pueblo de Israel en el monte Sinaí
(Éxodo 19).
Si la antigua
celebración judía era la fiesta de la Ley y de la Antigua Alianza entre Dios y
el Pueblo de Israel, el Pentecostés cristiano es
la fiesta de la Nueva Alianza y de Nueva Ley del Espíritu, don de Jesús
Resucitado, don no sólo limitado para un Pueblo sino extendido a toda la
humanidad. Con la Nueva Alianza nacía un nuevo Pueblo, la Iglesia.
Y esta
universalidad queda simbolizada en las diversas
lenguas que hablaron los discípulos sobre quienes descendió el Espíritu
en aquel primer Pentecostés, de modo que todos los judíos procedentes de
distintas partes les comprendían.
Esa
Nueva Ley del Espíritu, don de Jesús Resucitado, es la
ley de las Bienaventuranzas que había predicado
Jesús, y que se compendian en el Amor. La Nueva
Ley del Espíritu, don de Jesús Resucitado, es la Ley del Amor
que congrega y une a todos los pueblos en la comunidad de los salvados que es la
Iglesia.
En el fragmento
del evangelio según san Juan que la Misa del día nos propone en esta solemnidad,
leemos el relato de lo que sucedió en la tarde del
mismo día de la Resurrección de Jesús. Para san
Juan, el envío que hace Jesús (¡y el Padre!) del Espíritu Santo sobre sus
discípulos, sucede el mismo día en que Jesús resucitó.
En cierta forma,
los 50 días que pasaron antes del acontecimiento de Pentecostés descripto por
san Lucas en el libro de los Hechos, expresan más bien
el tiempo y el proceso humano de recepción del don del
Espíritu, don, fruto y cosecha de la Pascua.
Recordábamos el
domingo pasado cómo en el momento previo a la Ascensión de Jesús algunos
discípulos todavía dudaban
(Mt. 28, 17). Esa fragilidad y retardo para creer
por parte de los discípulos aparece también manifiesta en el evangelio según san
Juan: donde dice que “Al atardecer
de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos
con las puertas bien cerradas,
por miedo a los
judíos” (Jn. 20,19). “Al atardecer”, como si
la oscuridad acompañara el temor y el encierro y la falta de fe de los
discípulos que escondían su condición de discípulos de Jesús.
El ver a Jesús que
se apareció y colocó en medio de ellos a pesar de las puertas cerradas, alegró a
los discípulos (Jn. 20, 20). Sin embargo, una
semana después todavía están con las puertas cerradas
(Jn. 20, 26). A pesar de que le ven, necesitan
tiempo para creer. La necesidad de un tiempo para
este proceso se percibe con claridad en la
historia de Tomás, ausente en el primer encuentro,
presente junto a los otros a la semana, cuando finalmente, porque vio, creyó.
Superar el
enclaustramiento, las “puertas cerradas”,
será el desafío de la primera Iglesia para abrirse
a la misión. Superar
el encierro y los miedos es el desafío de hoy de
la Iglesia, que no puede dejar nunca de ser
misionera.
La respuesta de Jesús
Resucitado a la debilidad de la fe y al temor de los discípulos es doble.
Por una parte,
“les mostró las manos y el costado”, o sea los signos de su Pasión y Muerte,
para manifestarse solidario con la fragilidad de
los hombres y los discípulos de todos los tiempos.
Por otra parte,
se presenta ante los discípulos con toda la
autoridad de Dios.
Poniéndose a la par del Padre afirma que el Padre
le envió, y desde esa posición les envía a
ellos (Jn. 20, 21),
mientras, soplando, les comunica el Espíritu Santo
(Jn. 20, 22). Él mismo
les da el Paráclito, el Espíritu de la Verdad, que había prometido enviaría
el Padre (Jn. 14,
16-17). Con la Resurrección de Jesús se cumplió aquella promesa: “Aquel
día (el de su Resurrección) comprenderán que
yo estoy en el Padre”
(Jn. 14, 20).
Juan, el Bautista,
había dicho que le había sido revelado que “Aquel sobre el que veas bajar y
posarse el Espíritu es el que ha de bautizar con Espíritu Santo” (Jn. 1, 33-34).
Soplando sobre sus discípulos mientras dice
“Reciban el Espíritu Santo” (Jn. 20, 22), Jesús Resucitado se manifiesta
claramente como el que bautiza con Espíritu Santo.[4]
Jesús Resucitado
envía a sus discípulos para el mismos fin por el que Él fue enviado, “para
que el mundo se salve por medio de Él” (Jn. 3,
17). Como por el mismo impulso
con que el Padre lo envía a Él, Jesús Resucitado envía a sus discípulos.[5]
El modo en que Jesús se
dirige a sus discípulos,
diciendo dos veces “la paz esté con Ustedes”
(Jn. 20, 19.21) es algo más que un saludo convencional. La fórmula “la paz esté
con Ustedes” está preñada de sentido. Sólo Dios
puede dar esa paz y ésta es el cumplimiento de las
profecías escatológicas. La paz, como así también
la alegría, son dones de los tiempos escatológicos.[6]
Al saludarles de esta forma, Jesús glorificado se está presentando ante ellos
con plena autoridad divina.
También
el gesto del soplar
equipara a Jesús con el Padre. Con el aliento, Dios Creador dio vida al primer
hombre, Adán (Gn. 2, 7). Por el Espíritu que comunica, Jesús Resucitado
recrea al hombre, a todo
hombre, le da la nueva vida de la salvación, anima
y vivifica a una nueva comunidad, a una nueva humanidad.
Igualmente,
con plena autoridad divina,
Jesús Resucitado comunica a sus discípulos el
poder de perdonar los pecados.
Se ha señalado que
al referirse al perdón y retención de los pecados, el uso de los verbos en voz
pasiva, indica sin nombrarlo que siempre es Dios
quien perdona o retiene, incluso cuando esta
potestad sea administrada por sus discípulos.[7]
Siempre es Dios quien perdona; sólo Dios puede comunicar el poder de perdonar
como lo hace Jesús.
En el evangelio
según san Mateo, como recordamos el domingo de la Ascensión, el último y
definitivo envío que hace Jesús de sus discípulos es
a bautizar (Mt. 28, 19). En
el evangelio según san Juan, Jesús les envía con el poder de perdonar los
pecados, sin mencionar explícitamente al bautismo, aunque, no obstante,
se incluye el bautismo así como el sacramento de la
reconciliación, por el que se perdonan los pecados
cometidos por quienes ya han sido bautizados.[8]
Mediante el perdón de
los pecados y la reconciliación,
precisamente, constituye Jesús Resucitado, por el Espíritu que comunica, la
comunidad de la Nueva Alianza, la Iglesia,
cuyo cumpleaños celebramos en la solemnidad de Pentecostés.
Pbro. Hernán Quijano
Guesalaga
Parroquia del Sagrado
Corazón de Jesús,
Capilla Policial San
Sebastián,
Paraná, Argentina
Domingo 11
[1] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 93-95.97-98.
[2] Ver nota de la Biblia de Jerusalén.
[3] Cf. Ratzinger, J., Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Buenos Aires, 2007, pág. 368-369, citando a H. Gese y R. Pesch.
[4]
Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan,
Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 530.
[5]
Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan,
Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 529.
[6]
Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan,
Buenos Aires, San Benito, 2006, págs. 402-403.528-529.
[7]
Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan,
Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 532.
[8]
Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan,
Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 532-533.