Solemnidad de la Santísima Trinidad, Ciclo A
San Juan 3, 16-18: Tanto amó Dios al mundo
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Éxodo
34, 4-6. 8-9
TANTO AMÓ
DIOS AL MUNDO
Celebramos hoy, el
Domingo de la Santísima Trinidad, después de terminar el tiempo pascual, aunque
la solemnidad no pertenece a este tiempo pero sin dudas le corona.
No vamos a hacer
una reflexión desde el dogma de la Trinidad Santísima, el primero que profesamos
en nuestra fe cristiana. Intentaremos, en cambio, dejarnos guiar por la
liturgia, que nos indica cómo a partir de la Palabra, por la que Dios mismo nos
habla de Sí mismo, podemos ser introducidos en la celebración de este
admirable misterio.
Los textos
bíblicos tocan una cuestión que siempre tiene actualidad pastoral, sobre todo en
estos días, y es el de la imagen que tenemos de
Dios. La imagen real del Dios de los creyentes, la
imagen de Dios que tienen quienes protestan contra Él, lo niegan o excluyen de
sus vidas, o actúan indiferentemente al mismo planteamiento de la pregunta
“¿Quién es Dios? ¿Cómo es Dios? ¿Qué significa Dios para mí, para la cultura,
para el mundo?”.
Comencemos por la
lectura del Antiguo Testamento (Éxodo 34, 4-6.8-9). El libro del Éxodo nos
relata un encuentro entre el Señor y Moisés. Éste había pedido
ver la Gloria de Dios, pero
el Señor le respondió “mi rostro no lo verás, podrás ver mi espalda” (Éxodo 33,
18-23).
Ver a Dios,
penetrar la intimidad del misterio, conocer a Dios, es un apetito que está
presente en el corazón de todo hombre y que le impulsa a la búsqueda de Dios.
“Mi rostro no lo verás, podrás ver mi espalda”. La
trascendencia y grandeza de
Dios es tal que la pequeñez de la mente humana se queda corta para intentar
comprenderle del todo. Pero, si Dios puso ese deseo en el interior de todo
hombre, el deseo no estará en vano.
Por eso, a pesar de lo
que le había dicho sobre su gloria velada, el Señor cita a Moisés, a él solo,
para la mañana del día siguiente en lo alto del monte Sinaí. Deberá subir
llevando dos tablas de piedra, como las primeras, en las que Dios le había
entregado los mandamientos de la alianza que el Pueblo había roto y era
necesario renovar.
Sube Moisés a la
cima de la montaña de madrugada para encontrarse con Dios. Y el Señor
baja en la nube y
se queda allí con él. Dios
acude aunque no le muestra su rostro sino su espalda;
la nube a la vez vela y
manifiesta la presencia divina. Moisés tiene una experiencia indudable del
paso de Dios que se
demora, se queda con él.
El Señor proclama,
le manifiesta Su Nombre, su identidad, su intimidad, aunque no en sí misma sino
indirecta y veladamente, a través de sus obras,
que son como los rastros o pistas que deja el paso de Dios:
“El Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente,
rico en bondad y lealtad, que conserva la misericordia, que perdona culpas,
delitos y pecados”.
Moisés
se postra ante el Señor, le
adora, y le hace una petición:
“Ven con nosotros, aunque seamos un pueblo de cabeza dura; perdona nuestras
culpas y pecados y tómanos como tu pueblo”.
Y el Señor Dios
responde renovando la alianza.
Y se muestra así ante Moisés y el Pueblo, efectivamente como había dicho que es:
“El Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente,
rico en bondad y lealtad, que conserva la misericordia, que perdona culpas,
delitos y pecados”.
El nombre de Dios
es compasión, clemencia, paciencia, bondad, lealtad, misericordia y perdón.
Podríamos decir simplemente “Dios es Amor”.
El Dios que es
Amor se revelará plenamente enviando y dando a Su Hijo único para salvar al
mundo (Jn. 3, 16-18). El Hijo único del Padre, que es Jesús, nos mostrará
definitivamente el rostro de Dios. El rostro del
Dios Amor, su rostro más que sus espaldas, se manifiesta en Jesús Muerto y
Resucitado. Así responde Dios al deseo de ver su
Gloria, al deseo de verle, que el mismo Creador puso en el corazón de todo
hombre. El rostro y la gloria de Dios se manifiestan en Jesús Muerto y
Resucitado.
En Jesús la
trascendencia del misterio
de Dios se hace al máximo condescendiente
mostrándose y dispensándose al hombre. En Jesús la presencia de Dios se hace
más próxima, cercana, íntima, ternura, se hace
caricia de Dios. Él, Jesús, es no sólo Dios que
pasa sino Dios que se queda
y camina a nuestro lado, es
quien vino para “habitar entre nosotros”
(Jn. 1, 14). En Jesús, Dios responde a la oración que elevó Moisés:
“Ven con nosotros y tómanos como tu pueblo”.
En Jesús se renueva la vieja alianza como una nueva y
definitiva alianza de amor
ampliada a todos los hombres.
Escribe san Juan
en el evangelio, en el contexto del diálogo de Jesús con Nicodemo, enmarcado en
la historia de un fariseo que se entrevista con
Jesús porque en su corazón late el deseo de ver a Dios y por eso busca a Jesús,
aunque de noche (no en la luz del día sino en la oscuridad): “Tanto amó Dios al
mundo (¡…tanto…tanto amó Dios al mundo!), que
entregó a su Hijo único, para que
quien crea en él
no muera, sino
tenga vida eterna…para que
se salve por medio
de Él”. Dios “nos amó primero
y envió a Su Hijo como Víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn. 4,
10).
En el evangelio
según san Juan se dice varias veces que Dios dio
(entregó) a los hombres lo que se necesita para su
salvación: el agua viva (4, 10.14), el alimento de
vida eterna (6, 27), el Pan de vida (6, 32.33.51), el Espíritu Paráclito (7, 39;
14, 16), la vida eterna (10, 28), el mandamiento nuevo (13, 34)... Pero, en el
fragmento que leemos hoy, el don de Dios para la
salvación del mundo es el más grande y más precioso:
“su Hijo único”. Tanto amó Dios al mundo…[1]
Desde el bautismo,
recibido en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, los cristianos
estamos inmersos como en el océano de la vida
trinitaria del Dios que es Amor. Nuestra fe nos
debe inspirar constantemente una visión trinitaria
de la existencia personal y comunitaria.
Depende del testimonio
que demos los cristianos la imagen que los hombres se hagan sobre Dios.
Si damos testimonio de la Iglesia Comunión, testimonio del amor, la compasión,
la misericordia, el perdón, la lealtad, ayudaremos a los hombres a
descubrir y tener experiencia de Dios como Amor.
Es lo que desea el
apóstol san Pablo al final de su segunda carta a los cristianos de Corinto
cuando les dice que si viven en armonía y paz, el
Dios del amor y la paz estará con ellos, y se
despide saludándoles así: “La
gracia del Señor
Jesucristo, el amor
de Dios (Padre) y la comunión
del Espíritu Santo esté con todos ustedes” (2
Cor. 13, 11-13, segunda lectura de la misa). La experiencia del amor de Dios o
de Dios que es Amor.
En la Eucaristía
que estamos celebrando, invocamos a la Trinidad desde el comienzo, al
persignarnos, en el saludo inicial, en el Gloria. En el “Credo” profesaremos una
misma fe en Dios Comunión,
del Padre, el Hijo y el Espíritu. Toda la liturgia es una plegaria que se ofrece
al Padre, por el Hijo y animados por el Espíritu.
Y en el momento de la comunión eucarística, realizaremos la
Iglesia Comunión, ya que
siendo muchos seremos alimentados con un mismo Pan.
Comulgar será como
la cita de Moisés con Dios en el monte, y el Señor se demorará con nosotros
manifestándose como “El Dios compasivo y clemente,
paciente, rico en bondad y lealtad, que conserva la misericordia, que perdona
culpas, delitos y pecados”.
Al comulgar podremos
tener una experiencia personal del colmo del Amor del Padre que nos dio a Su
Hijo para salvarnos, de la cercanía del Amor de Dios que en Jesús se hace
caricia suave y tierna.
Pbro. Hernán Quijano
Guesalaga
Parroquia del Sagrado
Corazón de Jesús,
Capilla Policial San
Sebastián,
Paraná, Argentina
Domingo 18 de mayo de
2008