Solemnidad de la Santísima Trinidad, Ciclo A

San Juan 3, 16-18: Tanto amó Dios al mundo

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Éxodo 34, 4-6. 8-9; 2ª Carta de san Pablo a los cristianos de Corinto 13, 11-13; Evangelio según san Juan 3, 16-18

TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO 

Celebramos hoy, el Domingo de la Santísima Trinidad, después de terminar el tiempo pascual, aunque la solemnidad no pertenece a este tiempo pero sin dudas le corona.

No vamos a hacer una reflexión desde el dogma de la Trinidad Santísima, el primero que profesamos en nuestra fe cristiana. Intentaremos, en cambio, dejarnos guiar por la liturgia, que nos indica cómo a partir de la Palabra, por la que Dios mismo nos habla de Sí mismo,  podemos ser introducidos en la celebración de este admirable misterio.

Los textos bíblicos tocan una cuestión que siempre tiene actualidad pastoral, sobre todo en estos días, y es el de la imagen que tenemos de Dios. La imagen real del Dios de los creyentes, la imagen de Dios que tienen quienes protestan contra Él, lo niegan o excluyen de sus vidas, o actúan indiferentemente al mismo planteamiento de la pregunta “¿Quién es Dios? ¿Cómo es Dios? ¿Qué significa Dios para mí, para la cultura, para el mundo?”. 

Comencemos por la lectura del Antiguo Testamento (Éxodo 34, 4-6.8-9). El libro del Éxodo nos relata un encuentro entre el Señor y Moisés. Éste había pedido ver la Gloria de Dios, pero el Señor le respondió “mi rostro no lo verás, podrás ver mi espalda” (Éxodo 33, 18-23).

Ver a Dios, penetrar la intimidad del misterio, conocer a Dios, es un apetito que está presente en el corazón de todo hombre y que le impulsa a la búsqueda de Dios. “Mi rostro no lo verás, podrás ver mi espalda”. La trascendencia y grandeza de Dios es tal que la pequeñez de la mente humana se queda corta para intentar comprenderle del todo. Pero, si Dios puso ese deseo en el interior de todo hombre, el deseo no estará en vano.

Por eso, a pesar de lo que le había dicho sobre su gloria velada, el Señor cita a Moisés, a él solo, para la mañana del día siguiente en lo alto del monte Sinaí. Deberá subir llevando dos tablas de piedra, como las primeras, en las que Dios le había entregado los mandamientos de la alianza que el Pueblo había roto y era necesario renovar.

Sube Moisés a la cima de la montaña de madrugada para encontrarse con Dios. Y el Señor baja en la nube y se queda allí con él. Dios acude aunque no le muestra su rostro sino su espalda; la nube a la vez vela y manifiesta la presencia divina. Moisés tiene una experiencia indudable del paso de Dios que se demora, se queda con él.

El Señor proclama, le manifiesta Su Nombre, su identidad, su intimidad, aunque no en sí misma sino indirecta y veladamente, a través de sus obras, que son como los rastros o pistas que deja el paso de Dios: “El Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad, que conserva la misericordia, que perdona culpas, delitos y pecados”.

Moisés se postra ante el Señor, le adora, y le hace una petición: “Ven con nosotros, aunque seamos un pueblo de cabeza dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como tu pueblo”.

Y el Señor Dios responde renovando la alianza. Y se muestra así ante Moisés y el Pueblo, efectivamente como había dicho que es: “El Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad, que conserva la misericordia, que perdona culpas, delitos y pecados”.

El nombre de Dios es compasión, clemencia, paciencia, bondad, lealtad, misericordia y perdón. Podríamos decir simplemente “Dios es Amor”. 

El Dios que es Amor se revelará plenamente enviando y dando a Su Hijo único para salvar al mundo (Jn. 3, 16-18). El Hijo único del Padre, que es Jesús, nos mostrará definitivamente el rostro de Dios. El rostro del Dios Amor, su rostro más que sus espaldas, se manifiesta en Jesús Muerto y Resucitado. Así responde Dios al deseo de ver su Gloria, al deseo de verle, que el mismo Creador puso en el corazón de todo hombre. El rostro y la gloria de Dios se manifiestan en Jesús Muerto y Resucitado.

En Jesús la trascendencia del misterio de Dios se hace al máximo condescendiente mostrándose y dispensándose al hombre. En Jesús la presencia de Dios se hace más próxima, cercana, íntima, ternura, se hace caricia de Dios. Él, Jesús, es no sólo Dios que pasa sino Dios que se queda y camina a nuestro lado, es quien vino para “habitar entre nosotros” (Jn. 1, 14). En Jesús, Dios responde a la oración que elevó Moisés: “Ven con nosotros y tómanos como tu pueblo”. En Jesús se renueva la vieja alianza como una nueva y definitiva alianza de amor ampliada a  todos los hombres. 

Escribe san Juan en el evangelio, en el contexto del diálogo de Jesús con Nicodemo, enmarcado en la historia de un fariseo que se entrevista con Jesús porque en su corazón late el deseo de ver a Dios y por eso busca a Jesús, aunque de noche (no en la luz del día sino en la oscuridad): “Tanto amó Dios al mundo (¡…tanto…tanto amó Dios al mundo!), que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna…para que se salve por medio de Él”. Dios “nos amó primero y envió a Su Hijo como Víctima propiciatoria por nuestros pecados” (1 Jn. 4, 10).

En el evangelio según san Juan se dice varias veces que Dios dio (entregó) a los hombres lo que se necesita para su salvación: el agua viva (4, 10.14), el alimento de vida eterna (6, 27), el Pan de vida (6, 32.33.51), el Espíritu Paráclito (7, 39; 14, 16), la vida eterna (10, 28), el mandamiento nuevo (13, 34)... Pero, en el fragmento que leemos hoy, el don de Dios para la salvación del mundo es el más grande y más precioso: “su Hijo único”. Tanto amó Dios al mundo…[1] 

Desde el bautismo, recibido en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, los cristianos estamos inmersos como en el océano de  la vida trinitaria del Dios que es Amor. Nuestra fe nos debe inspirar constantemente una visión trinitaria de la existencia personal y comunitaria.

Depende del testimonio que demos los cristianos la imagen que los hombres se hagan sobre Dios. Si damos testimonio de la Iglesia Comunión, testimonio del amor, la compasión, la misericordia, el perdón, la lealtad,  ayudaremos a los hombres a descubrir y tener experiencia de Dios como Amor.

Es lo que desea el apóstol san Pablo al final de su segunda carta a los cristianos de Corinto cuando les dice que si viven en armonía y paz, el Dios del amor y la paz estará con ellos, y se despide saludándoles así: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo esté con todos ustedes” (2 Cor. 13, 11-13, segunda lectura de la misa).  La experiencia del amor de Dios o de Dios que es Amor. 

En la Eucaristía que estamos celebrando, invocamos a la Trinidad desde el comienzo, al persignarnos, en el saludo inicial, en el Gloria. En el “Credo” profesaremos una misma fe en Dios Comunión, del Padre, el Hijo y el Espíritu. Toda la liturgia es una plegaria que se ofrece al Padre, por el Hijo y animados por el Espíritu. Y en el momento de la comunión eucarística, realizaremos la Iglesia Comunión, ya que siendo muchos seremos alimentados con un mismo Pan.

Comulgar será como la cita de Moisés con Dios en el monte, y el Señor se demorará con nosotros manifestándose como “El Dios compasivo y clemente, paciente, rico en bondad y lealtad, que conserva la misericordia, que perdona culpas, delitos y pecados”.

Al comulgar podremos tener una experiencia personal del colmo del Amor del Padre que nos dio a Su Hijo para salvarnos, de la cercanía del Amor de Dios que en Jesús se hace caricia suave y tierna. 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 18 de mayo de 2008



[1] Cf. Rivas, Luis; El Evangelio de Juan, Buenos Aires, San Benito, 2006, pág. 163-164.