XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
San Mateo 21, 33-43: Los viñadores ingratos
Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga
Isaías 5,
1-7;
Carta de san Pablo a los cristianos de Filipos
4, 6-9;
Evangelio según san Mateo 21,
33-43
LOS VIÑADORES
INGRATOS
La de hoy es la
segunda de una serie de tres parábolas pronunciadas por Jesús
en el templo de Jerusalén,
pocos días antes de su muerte.
Leímos la primera, la de
los dos hijos del dueño de la viña (Mt. 21, 28-32), el domingo pasado.
Proclamaremos la tercera parábola, la de los invitados al banquete de bodas (Mt.
22, 1-14), el domingo próximo.
En el presente
domingo XXVIIº toca la parábola de los viñadores
desagradecidos (Mt.
21, 33-43).
La parábola, como
las tres de la serie, tiene como destinatarios
inmediatos a los sumos sacerdotes, los ancianos
del pueblo (Mt. 21,23) y los fariseos (Mt. 21, 45). Si bien habla
para todos, a ellos se
dirige especialmente, a ellos la aplica y con ellos intercambia Jesús preguntas
y respuestas (Mt. 21, 33.40-43). “A Ustedes les
quitarán el reino de Dios y se lo darán a un
pueblo que produzca sus frutos (Mt. 21, 43). Como escribe san Mateo, los sumos
sacerdotes y los fariseos, se sintieron aludidos y
“comprendieron que (Jesús) se refería a ellos”
(Mt. 21, 45).
Este grupo de tres
parábolas sobre el reino de los cielos tiene un
tono diverso al conjunto de siete parábolas que
reúne el capítulo 13
del evangelio mateano. La novedad está en que acentúan el
carácter acusatorio y judicativo
hacia los jefes religiosos de Jerusalén y que Jesús
afirma con mayor claridad que Él es el Hijo de
Dios y que se acerca
el desenlace final de su muerte.
A la parábola de
los viñadores malvados, los viñadores homicidas o los viñadores ingratos, como
se la puede denominar, la encontramos en los tres
evangelios sinópticos, en el mismo contexto y con
muchas semejanzas: Mt. 21, 33-43 y sus paralelos Mc. 12, 1-12 y Lc. 20, 9-19.
Sin entrar en
mayores detalles sobre la composición de la parábola y su comparación en los
tres sinópticos, llama la atención en las versiones de san Marcos y san Lucas,
la referencia al hijo que envía el dueño a la viña, a quien el padre llama
“mi hijo querido”
(Mc. 12,6; Lc. 20, 13). Es la misma expresión que usa el Padre Dios
en el Bautismo de Jesús
(Mt. 3, 17: “Este es mi Hijo querido, mi predilecto”) y
en la Transfiguración (Mt.
17, 5: “Este es mi Hijo querido, mi predilecto. Escúchenlo”).
No hay dudas de
que, en la parábola, Cristo se identifica con el
hijo del dueño de la viña y
se presenta como de
condición divina (el hijo heredero es superior a
los servidores enviados antes), el Hijo de Dios Padre, con una
relación de filiación con el Padre que es exclusiva.
No hay dudas de que, al hablar del asesinato del heredero de la viña (Mt.
21, 38-39: “lo echaron fuera
de la viña y lo mataron”) Jesús anuncia como
inminente su muerte cruenta en la cruz,
en las afueras de la ciudad
de Jerusalén, en manos de sus adversarios.
Para reforzar la
afirmación de que Jesús en esta parábola se presenta como
el Hijo Único del Padre, a
la vez identificándose en Persona con el mismo
Reino de Dios, todavía podríamos leer con esta
clave lo del tiempo de la cosecha o la vendimia
que llega (Mt. 21,34), como una referencia a
la plenitud de la
llegada del Reino de Dios, cuando el propietario
de la parábola envió a sus servidores y finalmente
a su hijo querido, el heredero.
Jesús es el Hijo Único
de Dios y el Mesías Siervo Sufriente, en Él y en su Pascua se hace presente el
Reino de Dios.
La descripción de
la parábola pinta detalles agrícolas típicos
de los tiempos y la tierra de Jesús: el cerco del viñedo, el pozo para pisar la
uva, la torre de vigilancia, la costumbre de los propietarios de arrendar la
tierra para que la trabajen otros a cambio de un porcentaje de los frutos en la
cosecha y hasta las leyes vigentes sobre derechos de herencia.
La parábola hace
una alegoría donde
todo tiene un simbolismo. La primera parte la toma Jesús
del canto del profeta Isaías a la viña
(Is. 5, 1-7).
Aunque no es éste el único texto del antiguo testamento para fundamentarlo (se
puede ver Oseas 9, 10; 10, 1 y otros), en Isaías queda en claro que
la viña era el Pueblo de Israel.
“La viña del Señor Todopoderoso es la casa de
Israel, y los hombres de Judá son su plantación
predilecta” (Is. 5, 7).
En Isaías 5, 1-7,
la primera lectura
de la liturgia de este domingo, se reconoce la queja amarga de un viñador ante
el fracaso de su cosecha a pesar de su trabajo y de las esperanzas depositadas
en la vendimia. El profeta lo expresa a modo de un
cántico de enamorado herido y no correspondido
y pone a Dios como sujeto de ese drama en su
relación esponsal con el Pueblo de Israel infiel.
La parábola es
como una síntesis de la historia salvífica de
Israel. Los profetas
enviados por Dios no siempre son escuchados. En la alegoría: los servidores del
dueño de la viña maltratados, uno golpeado, otro apedreado y otro asesinado (Mt.
21, 35). El Señor no agota sus intentos por recoger sus frutos y
envía otros servidores “en mayor número”,
que reciben los mismos malos tratos por parte de los arrendatarios (Mt. 21, 36).
Parece oírse la queja de Dios enamorado de su viña:
“¿Qué más se podía hacer por mi viña que yo no lo haya
hecho? Si esperaba que diera uvas, ¿por qué dio
frutos agrios?” (Is. 5, 4). Es la historia del Amor de Dios no correspondido,
es la historia del Amor de Dios siempre fiel
contrastando con la ingratitud e infidelidad del Pueblo amado.
El punto clave del
relato se halla en el envío del hijo del propietario de la viña,
el heredero, a quien igualmente los viñadores asesinan (Mt. 21, 37-39). Aquí
Jesús, al narrar la parábola, se aparta claramente del texto de Isaías y da un
sentido nuevo, cristológico, a la parábola. ¡Él es
el Hijo enviado y asesinado! La historia de la salvación, que tuvo inicio en el
antiguo testamento, culmina en Cristo Jesús.
Son los mismos
jefes religiosos de Jerusalén quienes dan la
sentencia del juicio que se vuelve contra ellos.
Cuando Jesús, terminando de narrar la parábola, les pregunta: “Cuando vuelva el
dueño, ¿qué les parece que hará con aquellos viñadores?”, ellos le responden:
“Acabará con esos miserables y arrendará la viña a otros, que le entregarán el
fruto a su debido tiempo” (Mt. 21, 40-41).
Pronuncian así su propia condena.
La cita de Jesús
del Salmo 118, 22,
que habla de la piedra que los constructores
rechazaron convertida en piedra angular,
refuerza el veredicto contra Israel
y da la clave para interpretar el sentido de la muerte
del hijo del dueño de la viña. Jesús, muerto y
resucitado, es la piedra rechazada (aludiendo a su
muerte) que se convertirá en piedra angular
(aludiendo a su resurrección)
del edificio de un nuevo pueblo, un nuevo Israel,
la Iglesia.
El Pueblo de Israel,
destinatario primero de la predicación del evangelio,
la buena nueva, (“A estos doce los envió Jesús con las siguientes instrucciones:
No se dirijan a países de paganos, no entren en ciudades de samaritanos;
vayan más bien a las ovejas
descarriadas de la Casa de Israel”, Mt. 10, 5-6),
rechaza la invitación a acoger el reino de Dios, y entonces Jesús congrega un
nuevo pueblo, un nuevo Israel, y anuncia la
salvación a toda la humanidad (“Vayan y
hagan discípulos entre todos los pueblos”,
Mt. 28, 19). La
Iglesia es la comunidad
de nuevos viñadores, a quienes les será dada la viña quitada a los viñadores
ingratos. Ellos entregarán a su debido tiempo los frutos al dueño de la viña,
como anuncia Jesús (Mt.
21, 41).
De la
clave cristológica de la
parábola Jesús pasa a acentuar su contenido
eclesiológico. El reino de Dios es el mismo Cristo
Jesús, el reino de Dios es a la vez su Iglesia.
Es el
amor incansable del dueño de la viña por su viña
el que le impulsa a enviar una y otra vez a sus servidores y hasta a su propio
hijo ante los viñadores, sin desfallecer en la
esperanza de recoger los frutos de la vendimia a pesar de todo.
No habría que poner tanto el acento en el hecho de que la viña sea arrebatada a
unos para ser entregada a otros, como una suerte de castigo para los viñadores,
sino en que la viña sobrevive a la ingratitud de
los arrendatarios que no la merecen y que la cosecha de ninguna manera fracasa
porque el propietario ama y cuida a su viña.
El pecado de los
arrendatarios que pierden la viña es el de no
valorar la insistencia y los gestos de amor perseverante del propietario;
su mayor pecado es la ingratitud y la falta de
correspondencia a tanto amor.
Son administradores y se creen dueños, arrendatarios y
quieren apropiarse de la viña ajena.
Es a Israel a
quien se refiere primeramente esta parábola provocativa de Jesús, pero
más allá de Israel el Maestro interpela también a la
misma Iglesia, a sus discípulos, a nosotros. ¿Cómo
recibimos al Hijo amado del Padre que es enviado para recoger los frutos de su
viña que es la Iglesia? ¿Somos con nuestras propias vidas de santidad los frutos
que el Padre espera recoger en la cosecha? ¿Recordamos en la Iglesia que no
somos dueños sino administradores de Su
viña o cedemos a la tentación de querer apropiarnos de la viña y atribuirnos sus
frutos? ¿Qué pensamos del mundo actual y la cultura secularizada y de sus
renovados intentos de echar fuera al Hijo del Señor de la viña, de quitar a Dios
y la religión del quehacer humano? ¿Muerde en nuestra conciencia de agentes
pastorales de la Iglesia el santo temor de que también a nosotros pueda sernos
quitada la viña si no correspondemos al amor de Dios y a lo que Él espera de
nosotros?
Pbro. Hernán Quijano Guesalaga,
Parroquia del Sagrado
Corazón de Jesús,
Capilla Policial San
Sebastián,
Paraná, Argentina
Domingo 5 de octubre de
2008