Conmemoración de los Fieles Difuntos

San Juan 11, 17-27: ¡Cuánto nos ama Dios!

Autor: Padre Hernán Quijano Guesalaga

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Apocalipsis 21, 1-5a. 6b-7; 1ª Carta de san Pablo a los cristianos de Corinto 15, 51-57; Evangelio según san Juan 11, 17-27[1]

¡CUÁNTO NOS AMA DIOS! 

La solemnidad de Todos los Santos, que celebramos ayer, y la conmemoración de los fieles difuntos de hoy, que este año ocupa el lugar del domingo, están íntimamente vinculadas. Ayer hicimos fiesta por los difuntos que han sido lavados con la sangre del Cordero y están sentados en la mesa del banquete del reino de los cielos. Hoy encomendamos a Dios a todos los difuntos, para que por Su Misericordia, puedan pronto gozar de las alegrías eternas.

En uno y otro día celebramos al amor de Dios por nosotros. Tanto ha amado Dios a los hombres que no quiere otra cosa sino que todos sean salvados y sean felices, plenamente, por toda la eternidad, junto a Él. Tanto ha amado Cristo y ama el Señor a los hombres que nos llama a la vocación de participar de su gloria de Resucitado.

En uno y otro día pensemos y soñemos con el cielo, que consistirá en que Dios estará con nosotros para siempre y eso nos hará tan colmadamente felices que ya no existirá el sufrir, como nos dice el Apocalipsis (primera lectura): “Esta es la morada de Dios entre los hombres: él habitará con ellos, ellos serán su pueblo, y el mismo Dios estará con ellos. El secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó” (Apocalipsis    21, 1-5a. 6b-7).

A diferencia del paganismo de antiguo y el actual, que para intentar vanamente sedar el natural temor a la muerte, paradojalmente mueve a evocar a los muertos y al poder de las tinieblas y al mismo mal, y en su fantasía llama y da vida a lo que le causa miedo y terror y hasta juega con ello como algo aparentemente inofensivo (como los zombis, vampiros, monstruos y demás), quizás con la ilusión de que así les vencerá mientras en cambio mantiene vivo lo que Jesús ya ha vencido para siempre. A diferencia del paganismo, muchas veces infiltrado en cierta dosis en una religiosidad popular que necesita ser purificada, la fe y esperanza cristiana nos ofrecen la clave de interpretación de la muerte y de todo mal.

Contemplemos el contenido del pasaje evangélico que hemos leído en la misa de este día (Juan    11, 17-27). Se trata de la resurrección de Lázaro. En la misma podemos hallar todos los sentimientos humanos que rodean concretamente la muerte: el temor a ella cuando uno o alguien querido está enfermo, la invocación de Dios en estas circunstancias, el reproche a Dios cuando se produce el fallecimiento de un ser querido, el duelo, el consuelo y la confortación de Dios en estos momentos y el sentido de la muerte que es trascendida por la Resurrección de Cristo: “Yo soy la resurrección y la vida. Quien cree en mí, aunque muera, vivirá; y quien vive y cree en mí no morirá para siempre” (Jn. 11, 25-26). Jesús no niega la muerte inevitable: “aunque muera, vivirá” pero afirma rotundamente que Dios no quiere la muerte sino la vida. Basta la fe en Él: “quien vive y cree en mí no morirá para siempre”. Hay una muerte que no es para siempre, algunos filósofos la llaman horizonte de la vida (Julián Marías), la podemos considerar un pasaje. Es natural que le tengamos cierto temor; la fe y la esperanza nos vacunan y curan definitivamente (no es un mero soporífico) con la certeza de que pasando esa puerta viviremos para siempre.

Somos salvados por la participación de la Muerte y Resurrección de Cristo. Porque por Su Resurrección Él ha vencido a la Muerte para darnos la vida eterna.

Como escribe san Pablo refiriéndose a la resurrección final en la segunda lectura de hoy: “En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la trompeta final -porque esto sucederá- los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados. Lo que es corruptible debe revestirse de la incorruptibilidad y lo que es mortal debe revestirse de la inmortalidad. Cuando lo que es corruptible se revista de la incorruptibilidad y lo que es mortal se revista de la inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra de la Escritura: La muerte ha sido vencida. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?” (1ª Carta de san Pablo a los cristianos de Corinto  15, 51-57)

Cristo nos enseña el sentido auténtico del drama de la muerte. La trasciende, la transfigura, la transforma, la cambia.

La “resurrección” de Lázaro no es más que un pálido signo de la Resurrección de Jesús y de la Resurrección de la que participará por Cristo todo bautizado. La “resurrección” de Lázaro es sólo un débil signo porque Lázaro es vivificado para volver a morir.

Sin embargo, la muerte y resurrección de Lázaro prefigura y prepara la Muerte y Resurrección de Jesús.

Mediante este milagro, Jesús quiere mostrarnos cuánto ama Dios al hombre.  Marta y María mandan decir a Jesús, refiriéndose a su hermano Lázaro pero sin nombrarlo directamente: “El que tu amas está enfermo” (Jn. 11,  2). Y escribe san Juan que Jesús quería mucho a esa familia (Jn. 11, 5) y que los judíos, al ver a Jesús llorar por la muerte de su amigo Lázaro, dijeron “¡Cómo lo amaba!” (Jn. 11, 36).

En Jesús Dios llora con los que lloran, conoce por propia experiencia la realidad que no le fue ajena del dolor por la muerte de un ser querido. Y de ese modo Jesús está cerca de todos los que hacen duelo.

Es más, aún siendo Dios, quiso tener la experiencia, en cuanto Hombre, hasta de la misma muerte.

Tanto ama el Padre Dios a la humanidad que envió a Su propio Hijo al mundo, haciéndole participar de la misma muerte y resucitándole del abismo de la muerte, para salvar y dar la vida eterna al hombre, a todo hombre.

Tanto ama el Padre Dios al hombre que envió a Su Hijo, quien se hizo verdadero Hombre y experimentó en Sí mismo el sufrimiento y el dolor. Vemos en este texto a Jesús conmovido por el llanto de Marta, la hermana del difunto, y también Él turbado por el dolor y las lágrimas (Jn. 11, 33). Las expresiones usadas por san Juan son fuertes e inevitablemente hacen pensar en la agonía del mismo Jesús antes de su propia muerte. El evangelista escribe que Jesús se conmovió nuevamente (Jn. 11, 38).

¡Vean la compasión de Dios! Dios mismo deja en suspenso su impasibilidad intangible y en Jesús Dios se hace sufriente y solidario con los adolorados. Dios quiere estar cerca de los atribulados. También Dios quiere estar cerca del duelo por la muerte de un ser querido.

El sufrimiento del hombre, como todo mal, nunca es querido directamente por Dios; aunque misteriosamente el mal es permitido o tolerado por Él en vistas a un mayor bien.

Lo vemos en este relato. Por eso dice a sus discípulos, refiriéndose a la dolencia de Lázaro, y no porque ignorara Jesús que su amigo estaba grave: “Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn. 11, 4).

Sin embargo, nosotros también, como el creyente de todos los tiempos, igual que Marta y María a Jesús, ante la enfermedad y ante la muerte, ante el dolor y el mal que nos acosa, sucumbimos tantas veces a la tentación de reprochar a Dios por no haber acudido a ayudarnos: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto” (Jn. 11, 21; las palabras que Marta y María le dicen a Jesús son las mismas: Jn. 11, 32).

“Señor, si hubieras estado aquí…”. ¿Dónde estás, Dios, que permites tanto mal e injusticias en el mundo? ¿Está Dios presente en la enfermedad o el duelo por la muerte de un ser querido?

Con Lázaro sintámonos el amigo amado que le arranca lágrimas a Jesús, a quien Jesús no abandona en la oscuridad del sepulcro. Oigamos su voz, que nos llama por nuestro nombre, como le gritó a Lázaro “Sal fuera” (Jn. 11, 43), y salgamos, y dejémonos desatar por Él, para que, liberados de la muerte y del pecado, podamos caminar, caminar siguiéndole a Él, como discípulos.

Y con san Juan, identifiquémonos con el discípulo amado, y aprendamos de Jesús cuánto ama Dios al hombre, aprendamos con Jesús a conmovernos y llorar con el dolor y el sufrimiento de todo hermano, y a caminar, a no dormirnos en la pasividad, a actuar solidariamente por el bien de los que sufren. Como hizo Marta a María, digámosle a cada hombre atribulado por el dolor, para que salga al encuentro de Jesús: “el Maestro está aquí (también misteriosamente está presente en tu dolor) y te llama” (Jn. 11, 28-29).

Con esperanza confiemos a la Misericordia de Dios nuestros difuntos queridos 

Pbro. Hernán Quijano Guesalaga

Parroquia del Sagrado Corazón de Jesús,

Capilla Policial San Sebastián,

Paraná, Argentina

Domingo 2 de noviembre de 2008


[1] Se insertaron párrafos de la homilía preparada para el Domingo Vº de Cuaresma Ciclo “A” año 2008.